ELOGIO DE LA LECTURA

Los libros y la vida

El éxito el otoño pasado de la colección Clásicos del Siglo XX, de EL PAÍS, y el inicio de su segunda etapa el 14 de septiembre, permite reflexionar sobre el papel que la lectura tiene en la vida de las personas. Diecinueve reconocidos escritores ofrecen sus puntos de vista sobre los placeres que proporciona aventurarse por los caminos de la ficción. Para ello nos relatan cómo se les abrieron las puertas de ese apasionante universo. Unas historias que, por sí solas, merecen formar parte también del mundo de la literatura.

En el principio era el perro. El interés de Guillermo Cabrera Infante por la lectura no lo despertó un libro, sino un perro. "En el bachillerato", relata el escritor cubano, "tenía un profesor muy teatral. Un día nos contó con todo detalle la historia de un viajero que, tras un largo viaje, regresa a su casa. Nadie le reconoce. Sólo su perro. Yo era un gran amante de los perros y la historia me fascinó, así es que entré por primera vez a una biblioteca para buscar el libro que contenía aquella historia. Era, por supuesto, la Odisea", aclara el novelista saliendo de su propio relato. "Ha...

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En el principio era el perro. El interés de Guillermo Cabrera Infante por la lectura no lo despertó un libro, sino un perro. "En el bachillerato", relata el escritor cubano, "tenía un profesor muy teatral. Un día nos contó con todo detalle la historia de un viajero que, tras un largo viaje, regresa a su casa. Nadie le reconoce. Sólo su perro. Yo era un gran amante de los perros y la historia me fascinó, así es que entré por primera vez a una biblioteca para buscar el libro que contenía aquella historia. Era, por supuesto, la Odisea", aclara el novelista saliendo de su propio relato. "Hasta entonces sólo leía tebeos. Los libros me daban miedo, les tenía demasiado respeto", concluye.

"Lo que uno busca es, como decía Nabokov, un estremecimiento en la espina dorsal"
"Creo que mi sentimiento de humanidad nació con Crimen y castigo. (...) La lectura es un acto de felicidad que inaugura sentimientos en ti"
"La lectura puede mejorar a la gente. Puede servirnos de consejera, confirmar nuestra fe en el ser humano"
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Todo lector es un lector anónimo. O lo fue. Por mucho que con el tiempo se haya convertido en premio Nobel o en premio Cervantes. De ahí que la voz de casi todos los lectores se ilumine al arrastrar desde la infancia el primer libro que recuerdan haber leído. De ahí, también, que muchos lo recuerden "con gran nitidez", "sin duda alguna", como un primer amor. No extraña, pues, que Álvaro Mutis tenga "perfectamente claro" que en su caso fue Kim, de Rudyard Kipling, ni que con igual claridad Juan Marsé se refiera a Tarzán de los monos o Jorge Edwards a Dos años de vacaciones. Un amor y un libro, en efecto, van de la mano en el caso de Miguel Delibes: "Yo no era muy lector", afirma. "Me metió el gusanillo mi mujer, Ángeles, por entonces mi novia, que sí lo era y me recomendaba novelas de aventuras de Zane Grey y James O. Curwood". Curiosamente, el autor castellano maduró al mismo tiempo como lector y como escritor: "Empecé a escribir tiempo después. Mi padre era muy mayor y yo tenía mucho miedo de que muriese. Pensé que tenía que contar ese horror a la muerte de los seres queridos, el miedo a sentirse desvalido, y así escribí mi primera novela, La sombra del ciprés es alargada, sin ánimo de escribir una segunda".

Elena Poniatowska, por su parte, no señala un título concreto sino un volumen cualquiera, un objeto que no alcanzaba siquiera a descifrar: "Una institutriz que tuve me dijo que el día que me gustara leer me iba a esconder por los rincones. Y yo, para caerle bien, me escondía con libros mucho antes de aprender a leer". Y añade: "Por eso creo que ponerle a un niño un libro en las manos es crear un lector, porque luego no le tendrá miedo".

Lo más alejado del miedo fue lo que sintió la precocísima Nélida Piñon, que llegó a Balzac a los 12 años, después de fatigar los estantes juveniles de la librería Freita Bastos de Río de Janeiro, en la que su padre le había abierto su propia cuenta. La escritora brasileña todavía recuerda a uno de los empleados de aquella librería -"Oliveira. Nunca se me olvidará ese nombre"-, que le sirvió de guía en aquella selva de papel y palabras: "Empezamos por las aventuras. Me encantaba aquel espíritu, salir de mi casa sin salir de ella, ser héroe con mi héroe. Era fascinante que aquellos personajes hubieran vivido tanto".

Al otro lado del mundo -más bien en otro mundo- también los personajes de la infancia de José Saramago habían vivido mucho sin salir de una casa con suelo de tierra en el Alentejo portugués. Sólo que en aquellas cuatro paredes "no es que no hubiera libros, es que no había estanterías". Los personajes de aquella infancia eran los miembros de una familia "paupérrima" de pastores en la que sólo el padre sabía leer. "Con todo, nunca vi a mi padre con un libro en las manos", recuerda el Nobel portugués. "Eso sí, cada día le prestaban un periódico, y yo aprendí a leer mirando esos periódicos". Con 17 años, ya en Lisboa, Saramago agotaba los días trabajando en un taller mecánico y las noches en la biblioteca pública: "Nadie me orientaba. Simplemente leía y leía. No importaba si el libro era bueno o malo. Lo que importaba era leer. Así apareció todo lo que tenía que aparecer: Zola, Proust, lo que fuera", afirma el escritor, convencido de que la educación puede serlo todo. Incluida la que uno se administra a sí mismo en las condiciones menos favorables. "Aquí estoy yo para negar cualquier determinismo", apunta. "Cuando era niño, la única puerta que se podía empujar para ver qué había del otro lado de la propia clase social era el libro, la curiosidad de saber algo más".

Un libro prohibido

Con la misma rotundidad con la que recuerdan el título que les inoculó el veneno de la lectura muchos escritores señalan que, no obstante, no es lo mismo el primer libro que el primero que dejó alguna huella. Para alguno, por ejemplo, en el principio fue un libro prohibido. Fue el caso de Mario Vargas Llosa, para el que desde muy pronto la lectura se asoció a un tabú. "Mi madre tenía siempre un libro en su velador, y me prohibió tocarlo, así es que, claro, aquel libro se revistió para mí de un prestigio infinito. Por supuesto, lo leí a escondidas. Eran los Veinte poemas de amor y una canción desesperada de Neruda", relata el novelista peruano, que repite de memoria, sin vacilar, al teléfono, unos versos que resultaron ser un cataclismo: "Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos, / te pareces al mundo en tu actitud de entrega. / Mi cuerpo de labriego salvaje te socava / y hace saltar el hijo del fondo de la tierra". "Imagínese", insiste, "Mi cuerpo de labriego salvaje te socava / y hace saltar el hijo del fondo de la tierra"... "Y yo que todavía creía en la cigüeña... Aquel libro me produjo una mezcla de zozobra, pesadilla y atracción morbosa".

A Jorge Edwards, entre tanto, se le agolpan las lecturas decisivas: Retrato del artista adolescente, Guerra y paz, Los miserables -"fueron la felicidad en un largo verano, aunque contaran historias poco felices"-, y se detiene en un libro asociado como pocos a la zozobra y a la pesadilla y en el que hacen parada muchos autores: Crimen y castigo. Nélida Piñon lo leyó a los 14 años: "No pude terminarlo de una vez. Creo que mi sentimiento de humanidad nació con ese libro, con ese personaje, con Raskolnikov: alguien que mata para experimentar algo inefable y con ello cruza una frontera sin retorno; pone en juego todas las convicciones morales con las que un ser humano sensible puede vivir. Ese libro no se lee impunemente". Sin impunidad, efectivamente, leyó la novela de Dostoievski el poeta Ángel González, siendo también un adolescente, durante los primeros años de la posguerra española, especialmente dura para su familia por la represión franquista: "Me atormentó el personaje. Fue un libro que leí y viví al mismo tiempo". José Jiménez Lozano, último premio Cervantes, insiste, por su parte, en el carácter de rito iniciático que tiene la lectura del escritor ruso: "Nadie sale de sus obras igual que entró. Su lectura te da otros ojos, te da incluso los ojos de los muertos, que es, como decía Pirandello, con los que hay que mirar las cosas para verlas dos veces. Dostoievski te lleva a lugares no complicados -porque son simples-, sino extraños. Hace que le nazca a uno el miedo a juzgar: descubres que los hombres que parecían más fáciles son muy enigmáticos".

No obstante, el papel revelador que para unos jugó Fiódor Dostoievski, para otros lo jugó otro nombre repetido, William Faulkner. Cabrera Infante, por ejemplo, señala el título que, en la escala sísmica de sus lecturas, sustituyó al homérico perro de Ulises: Las palmeras salvajes. "Me lo prestó un amigo y fue un shock", recuerda. Y añade: "Luego supe que el traductor era un tal Borges". Richard Ford, por su parte, no necesitó traducción alguna para leer a su paisano. "Cuando era joven no leía literatura seria", aclara el autor de El día de la Independencia, nacido como Faulkner en el Estado sureño de Misisipí. "El primer gran libro que me causó impresión fue Absalón, Absalón, a los 19 años". A edad parecida -pero por los años en que nació Richard Ford y en circunstancias muy distintas- leyó Jorge Semprún ese mismo libro. Fue en el campo de concentración de Buchenwald, al que el novelista fue deportado durante la Segunda Guerra Mundial. ¿Qué hacía una novela en aquel lugar? "En Buchenwald", explica Semprún, "había una biblioteca que tenía, sobre todo, libros de propaganda nazi, pero es posible que algún preso dejara allí el Absalón. Seguramente la dejaron pasar porque era una traducción alemana". Ése fue el ejemplar que leyó el escritor español, que vuelve a referirse a aquella lectura, "hecha robando horas al sueño", en Veinte años y un día, la novela que acaba de publicar, primera de las suyas no escrita directamente en francés, sino en castellano.

Reserva de humanidad

La presencia de un libro en un campo de concentración despierta automáticamente la duda que ronda cualquier conversación sobre los beneficios de la lectura: la que tiene presente sus efectos, la eterna cuestión de si la cultura nos libra de lo inhumano, de si la lectura, en fin, puede ser un depósito de felicidad, de humanidad. "Sí, y de resistencia", opina Semprún. "Algunos libros nos ayudan a resistir. A mí me ayudaron. Pero eso no es automático. Los libros no siempre nos libran de lo inhumano. Los hay que provocan más odio. Mi lucha también era un libro". "No. El arte no nos libra de nada", sostiene, por su parte, Jiménez Lozano. "Los capos de los campos nazis, se ha dicho muchas veces, escuchaban a Bach. La pregunta es: ¿era eso Bach?". Más que el libro, importa la lectura, parecen sugerir unos y otros. Si uno asume la cultura, como afirma el escritor castellano, "le cuesta más ser un bestia, porque la cultura crea sensibilidad, repugnancia, respeto". Nélida Piñon retoma esa idea: "La lectura es un acto de felicidad que inaugura sentimientos en ti. Tendemos a pensar que sólo el dolor enseña, pero el placer también enseña. El placer no es puro entretenimiento liviano, es político, porque nadie quiere ser feliz solo, y eso te inocula una necesidad transformadora de la sociedad". Para la escritora brasileña, leer sin que se modifique la propia capacidad de ser humano no es, con ser mucho, más que simple erudición. Y toda la erudición del mundo no vale de nada sin compasión. Tal vez por eso no sean lo mismo un erudito y un sabio. Tal vez por eso Buchenwald estaba a un paso de la refinadísima ciudad de Weimar, que había servido de residencia a Goethe.

Mucho más optimista, Richard Ford se muestra rotundo: "Por supuesto que la lectura puede mejorar a la gente. Puede servirnos de consejera, confirmar nuestra fe en el ser humano, reconciliarnos con la vida". Y, consciente de lo bienintencionado de su ideario, añade irónico: "Como ve, estos valores no incluyen hacerse materialmente rico, asfaltar nuestro camino al cielo o darnos poder sobre los demás". De vuelta, pues, a la tierra, el escritor estadounidense afirma: "La vida normal es implacable, y a veces implacablemente desconcertante. Ante ese desconcierto, la literatura ofrece un lugar seguro en el que a la vida se le concede un latido extra".

El lugar seguro invocado por Ford tiene muchas veces nombre propio. Para Alfredo Bryce Echenique se llama Stendhal. El autor peruano recuerda "perfectamente" que La Cartuja de Parma fue el libro que llevaba la primera vez que salió de Perú y el mismo que le dio fuerzas para escribir El huerto de mi amada, la novela con la que obtuvo el último Premio Planeta. "Me mantuvo con vida. La leía por la mañana y escribía por la tarde", apunta. Para su compatriota Vargas Llosa el latido de propina llevará siempre el nombre de Gustave Flaubert. Recuerda que releyó sin cesar fragmentos de Madame Bovary, a la que dedicó un apasionado ensayo, durante una crisis profunda. Lo paradójico es que no se trataba de los capítulos más amables de la novela, sino del que narra el suicidio de la protagonista: "Curiosamente, la perfección, el equilibrio, la serenidad de ese relato me levantaba el ánimo en medio de todo aquel desorden mental".

Ante la pregunta por la relación entre lectura y humanidad, el autor de El paraíso en la otra esquina abre un camino intermedio entre el apocalipsis y el final feliz. En su opinión, la lectura enriquece la sensibilidad y la imaginación y amplía nuestra comprensión de lo humano, "pero con sus ángeles y con sus demonios, que también son lo humano. Siempre hubo grandes monstruos que fueron grandes lectores. Pensar en la lectura exclusivamente en términos edificantes sería adulterarla, una ingenuidad para sermones". ¿Por qué leer, entonces? El propio Vargas Llosa se apresura a responder: "Porque quien no lee es menos sensible y su imaginación es más pobre. También lo es su capacidad crítica, lo cual siempre hace a alguien más susceptible de manipulación".

¿Cómo hacer que su hijo lea?

Surge así, más tarde o más temprano, la pregunta de los seis mil euros: ¿cómo transmitir el gusto por la lectura?, ¿cómo hacer que nuestros hijos lean? Richard Ford vuelve a ser rotundo, "puede incluso que demasiado básico", añade también con ironía. "Lo primero es enseñar a leer, después, mostrar las virtudes de la lectura, todo aquello del lugar seguro. No obstante para mí, como escritor, la responsabilidad es escribir sobre las cosas más importantes que conozco con la idea de hacer de ellas una fuente de placer y de utilidad".

Así de claro, una vez más. La receta de Ford para escritores parece llena de sentido común, pero ¿qué hay de los padres?, ¿y de los maestros? Josefina Aldecoa, precisamente, es a la vez las cuatro cosas que están aquí en juego: lectora, escritora, madre y maestra. Por eso sus consejos son fruto de la práctica y no de las buenas intenciones. Para la autora de Historia de una maestra, el mejor camino para llegar a la lectura no son los ojos, sino los oídos, la oralidad: "Hay que empezar pronto, con un año, instituyendo incluso la hora del cuento antes de dormir. Yo lo hice con mi hija y luego con mi nieto. Me invento personajes que se repiten cada día. Los niños adquieren esa necesidad porque identifican ese mundo fantástico con una sensación agradable. Más tarde, cuando el niño sabe leer, lo mejor es empezar una página e invitarle a que continúe, cederle el papel de lector".

Para Aldecoa importa menos el libro que la afición a la lectura: "Yo misma pasé de la novela rosa a Primer amor, de Turguénev", apunta. No obstante, lo que sirve para un niño puede no servir para un adulto. Por eso no parece muy fácil el paso de ¿cómo hacer que mi hijo lea? a ¿cómo hacer que lea mi padre? Para Cabrera Infante, la mejor receta es el entusiasmo: "Cuando uno lee un libro que le gusta, inevitablemente piensa en alguien a quien le gustaría leerlo". Juan Marsé, que pasó de los tebeos a Robert Louis Stevenson, comparte esa visión de la literatura como enfermedad contagiosa: "El gusto por la lectura se transmite como se transmite el interés por una película: contándola bien. Hay que hechizar, y por eso son tan importantes los maestros, porque son los encargados de desplegar el hechizo", opina el autor de Últimas tardes con Teresa, que plantea la pregunta mayor: ¿qué buscamos en un libro? "Primero el placer y luego, aunque suene algo profesoral, el conocimiento", contesta. "Lo que uno busca es, como decía Nabokov, un estremecimiento en la espina dorsal". Se trata, pues, de transmitir el placer que supone pertenecer al club de los estremecidos. Es lo que sugiere Jorge Edwards, convencido de que los buenos lectores siempre serán una minoría: "Lo que hay que hacer es que parezcan una minoría envidiable".

Un futuro de solitarios

¿Qué hacer para que esa minoría crezca? Antes de contestar, José Jiménez Lozano se detiene a puntualizar: no se trata de leer muchos libros, sino de leer los necesarios o, mejor, de leerlos de una forma que los haga necesarios. "Las campañas de lectura deberían hacerse por ciertos libros", afirma. Juan Goytisolo comparte esa opinión y va más allá. Más que leer lo que importa es releer: "De hecho", sostiene el autor de Makbara, "yo sólo leo obras nuevas cuando gente de confianza me dice de un libro: 'Léelo porque lo releerás". Por otro lado, la edad vuelve distintos a libros que parecen los mismos. "El Quijote que leí a los 25 años no es el mismo que leo ahora", insiste Goytisolo. "Además, hay lecturas que desaparecen y otras a las que uno tiene miedo de enfrentarse para que no se derrumben. La edad da perspectiva y quita entusiasmo". ¿Qué hacer, en fin, para transmitir el gusto por la lectura? Jiménez Lozano concluye: "Decirle a la gente que los libros tienen que ver con su vida, que en los libros hay cosas que les conciernen. Ésa era la sensación que nosotros teníamos de jóvenes, pero me da la impresión de que ahora los muchachos ven un corte entre la vida y los libros".

Si hay alguien en quien se confunden biografía y bibliografía, el hombre y el lector, ése es Harold Bloom. Cuando se le pregunta por el futuro de la lectura, el autor del oceánico El canon occidental recurre, inevitablemente, a su propio pasado, a su propia soledad: "Yo era un bicho raro. Nací en una casa en la que sólo se hablaba yídish, así es que tuve que aprender por mi cuenta a leer en inglés. Desde entonces la lectura forma parte de mi naturaleza. Tenía tanto interés que lo leía absolutamente todo. Con siete años cayeron en mis manos Shakespeare y Blake. Leía doscientas páginas por hora, y muchas veces me valía una sola lectura para memorizar todo lo leído. Llegué a saberme de memoria más de mil poemas, y tiradas enteras en prosa". Un bicho raro, él mismo lo dijo. Su caso no parece el más apropiado para sacar conclusiones. Amablemente, Bloom acepta los reparos, toma aire y replica: "Precisamente por eso -y pese a que soy muy pesimista sobre la situación actual, sobre todo en Estados Unidos- confío en que, igual que yo aprendí solo, habrá gente que por sí sola se encuentre a Dante, a Cervantes, a Shakespeare y sienta que su obra tiene que ver con ellos, con su sed y con su hambre. Usted me dirá que esto es puro idealismo. Yo le digo que sólo es pragmatismo".

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