Columna

Ardillas

Hubo un tiempo en que la península Ibérica era un vergel. Según parece, una ardilla podía atravesarla desde los Pirineos hasta Gibraltar saltando de árbol en árbol. Ése es un dato que, seguramente, a la mayoría nos ha conmovido conocer, porque los árboles y las ardillas son enternecedores e inofensivos, y despiertan nuestra unánime simpatía, al contrario que, por ejemplo, los alcaldes y los constructores, que ya suscitan opiniones más bien encontradas y además son expertos en urbanismo. Muchos nos hemos pasado la vida confundiendo urbanidad con urbanismo, pero gracias a esos señores hemos sali...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Hubo un tiempo en que la península Ibérica era un vergel. Según parece, una ardilla podía atravesarla desde los Pirineos hasta Gibraltar saltando de árbol en árbol. Ése es un dato que, seguramente, a la mayoría nos ha conmovido conocer, porque los árboles y las ardillas son enternecedores e inofensivos, y despiertan nuestra unánime simpatía, al contrario que, por ejemplo, los alcaldes y los constructores, que ya suscitan opiniones más bien encontradas y además son expertos en urbanismo. Muchos nos hemos pasado la vida confundiendo urbanidad con urbanismo, pero gracias a esos señores hemos salido de dudas, mientras que las ardillas ni siquiera nos las han planteado. Esas afables roedoras saltarinas se encontrarían con que la cosa está mucho más complicada actualmente en cuestión de flora y fauna. No es que vaya a soltar ahora la típica homilía ecologista. En realidad, cada día me dejo llevar más por el poderoso signo depredador de los tiempos, y ahora casi estoy convencida de que deberíamos intentar apurar hasta las heces todos y cada uno de los recursos del planeta Tierra, y luego urbanizar el resto de la galaxia enviando naves espaciales repletas de alcaldes, concejales y constructores. No es ecologismo barato, entonces, pero es que las ardillas son tan majas que estoy sentidamente preocupada por ellas, si es que todavía queda alguna viva en nuestro suelo. Me inquietan porque me temo que las pobres no saben nadar. Me explico: en verano, que viajamos más, podemos ver cómo España entera está tomada por las grúas de la construcción. Es la forma que tienen los políticos y los constructores de enseñarnos urbanismo..., quiero decir, urbanidad, para que no vivamos en un territorio salvaje lleno de bichos y zarzas, y tengamos todos una buena hipoteca, que es lo único que consigue unir a las familias de hoy. En un maravilloso cuento de John Cheever, El nadador, el protagonista quiere atravesar a nado el condado en el que reside a través de las piscinas de sus amigos y vecinos. Resulta premonitorio para lo que yo creo que sucederá aquí dentro de poco, cuando las urbanizaciones sustituyan a los árboles y las ardillas tengan que ir de una en otra hasta el Estrecho. Estoy alarmada. Así que modestamente propongo que vayamos enseñando a nadar a las ardillas. ¡Ya!

Archivado En