Reportaje:CINE

Banderas y Rodríguez llenan de ruido y pólvora mojada su nuevo 'Mariachi'

Inexplicable invitación por parte de la Mostra de Venecia a un filme vacío, oscureciendo al mismo tiempo una obra maestra de Oliver Stone sobre la Intifada.

El californiano Robert Rodríguez saltó hace pocos años a la popularidad con el baño de mentirosa sangre en su Mariachi, que se ha convertido en una especie de película fundacional, un alarde de eficacia comercial hecho con poquísimo dinero. Fue un golpe de fortuna que convirtió a este novato en un cineasta glorificado de la noche al día en los templos financieros de Hollywood, sin duda por su asombrosa rentabilidad de alquimista chicano capaz de convertir literalmente el barro en oro. Porque nunca antes un pequeño puñado de basura cinematográfica se tradujo tan rápidamente a los oscuros...

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El californiano Robert Rodríguez saltó hace pocos años a la popularidad con el baño de mentirosa sangre en su Mariachi, que se ha convertido en una especie de película fundacional, un alarde de eficacia comercial hecho con poquísimo dinero. Fue un golpe de fortuna que convirtió a este novato en un cineasta glorificado de la noche al día en los templos financieros de Hollywood, sin duda por su asombrosa rentabilidad de alquimista chicano capaz de convertir literalmente el barro en oro. Porque nunca antes un pequeño puñado de basura cinematográfica se tradujo tan rápidamente a los oscuros códigos del lenguaje de los libros de ganancias.

Pero ahora el ruidoso dúo entre Robert Rodríguez y Antonio Banderas se ha cargado de moral de éxito y, con éste, de dinero a espuertas para multiplicar el presupuesto de pólvora mojada y de alquiler de artilugios sonoros y visuales destinados a multiplicar sus efectos y convertir el ruido en estruendo y los duelitos en grandes batallas. Estos y otros milagros digitales visten de domingo los andrajos del viejo Mariachi, hasta el punto de que Érase una vez en México -que así se titula el truculento y explosivo tebeo- fue anoche invitado por la Mostra, que es considerada una tienda de arte y templo del purismo cinematográfico, a ocupar el centro del escaparate.

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Esto hizo que anoche, en el Palazzio del Cinema, la basura perfumada y enriquecida por el éxito ocupara el lugar reservado a las joyas del cine moderno, que las hubo, al menos una. Es también el trabajo de un estadounidense y se trata del documento realizado por Oliver Stone en el mismísimo corazón de la inabarcable tragedia de Palestina. Es Persona non grata un filme de una hora escasa de duración, en la que Oliver Stone introduce con extraordinaria pericia, sin esfuerzo visible, como si respirara lo que hace, es decir: con total maestría, una enorme materia informativa y analítica sobre los circuitos y mecanismos decisorios del poder israelí y de la resistencia palestina, encarnados, por un lado, en los primeros ministros Simon Peres, Benjamín Netanyahu, Ehud Barak -Ariel Sharon se negó a ponerse delante de la cámara de Stone- y otros políticos israelíes; y, por otro, con comandos de la cúpula de la organización armada Al Fatah; el dirigente de Hamás Hasan Yosef, y gentes del entorno del presidente palestino Yasir Arafat, que también declinó -cerrando el círculo abierto por su enemigo Sharon- entrar en combate cara a cara con la cámara de Stone. El documento que despliega Persona non grata es, formalmente, una esplendorosa obra maestra. La precisión de sus imágenes, la agudísima penetración de la lente detrás de los ojos de sus interlocutores, la serena y absorbente fuerza de captura de su secuencia, que proporciona al espectador un gran volumen de conocimiento de zonas ocultas del irresoluble -así de rotundamente lo considera Stone- embrollo histórico donde se mueve convierten Persona non grata en un monumento moderno del realismo documental.

Por insana pero inevitable comparación, esta pequeña película deja al nuevo Mariachi de Robert Rodríguez reducido a un altisonante y estruendoso jugueteo con la ficción considerada como mentira y, peor aún, como mentira necia, que son la cara y la cruz imprescindibles para que circule con éxito multitudinario la moneda de plomo de este seudocine, que da lugar a unas películas que se parecen de forma alarmante las unas a las otras hasta el borde de lo clónico, y que en definitiva no son más que pasteles violentos, petulantes, parásitos y de humillante zafiedad de fondo, a los que la opulencia de medios -al contrario que el primer Mariachi, que era redimido por el ingenio visual que exigía su extrema pobreza de presupuesto- acentúa hasta la náusea.

En Érase una vez en

México, a la estela del protagonismo de Antonio Banderas sigue un desfile de caras conocidas que indirectamente define la pintoresca estrechez de su sangriento -sobreabundancia de la salvaje metáfora de la sangre de salsa de tomate y de la ensordecedora mascletá de la pólvora mojada- juego de pim-pam-pum de verbena electrónica. Entre estos rostros se distinguen los del Salma Hayek, Johnny Deep, Ruben Blades, Mickey Rourke, Enrique Iglesias, Willem Dafoe, entre otros gesticuladores ajenos al cine o patrimonio del mal cine destinado a los almacenes de chatarra audiovisual. Nada hay que objetar a que estos engendros, puesto que convocan a mucha gente, existan. Pero, en cambio, hay que objetar

todo a que se les conceda un lugar en una "Mostra d'Arte Cinematográfica" que presume hipócritamente de alentar películas como la de Oliver Stone, un trabajo de altos vuelos que pasó por aquí anoche escondido detrás de la salva de peleles muertos de Érase una vez en México, que pretende actualizar las viejas y hermosas leyes del western cuando en realidad se limita a ensuciarlas.

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