Columna

Intrascendencia

Se inicia el verano con un accidente meteorológico grotesco. No hemos empezado la estación, como quien dice, y el cielo se carga de nubarrones, rasgan la bóveda los latigazos del rayo y, siempre por la periferia de Orcasitas, Villaverde o San Fermín, la electricidad se introduce por alguna chimenea e incendia una chabola y deja sin luz a una barriada o mata a un asno agobiado de leña -lo dice el periódico-. Entre tanto, la violencia de las aguas arrasa los modestos jardines de los parques, empapa a los paseantes desprevenidos, atasca las esclusas, inunda el sótano de algunas estaciones de metr...

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Se inicia el verano con un accidente meteorológico grotesco. No hemos empezado la estación, como quien dice, y el cielo se carga de nubarrones, rasgan la bóveda los latigazos del rayo y, siempre por la periferia de Orcasitas, Villaverde o San Fermín, la electricidad se introduce por alguna chimenea e incendia una chabola y deja sin luz a una barriada o mata a un asno agobiado de leña -lo dice el periódico-. Entre tanto, la violencia de las aguas arrasa los modestos jardines de los parques, empapa a los paseantes desprevenidos, atasca las esclusas, inunda el sótano de algunas estaciones de metro y deposita su intriga de barro en las aceras como la pisada de un animal arqueológico y fabuloso.

Así que, cuando el clima se serena y recupera su claridad el día y el sol su pujanza y ni una nube asoma por el horizonte, el transeúnte reflexiona ante los despojos del vendaval. Reflexión de poca monta, sin duda, nada equivalente a la construcción de un sistema. Porque, ¿quién se atreve a hacerlo con este calor sobrevenido? El solo intento merece desaprobación: enloquece la chicharra, subleva el escorpión su garfio, zumba la avispa sobre la acequia y una bofetada de aire seco quema a quien se atreve a subir por la calle de Bárbara de Braganza. Con lo que el filósofo aplaza su proyecto y en un bar de la plaza de las Salesas solicita una cerveza acompañada, si es posible, de una tapa de ensaladilla rusa.

El sudoroso camarero de camisa blanca y cuello de pajarita planta en el mostrador de zinc la caña y el cuenco nevado de mayonesa. El transeúnte indaga en la patatita picada, la aceituna, las hebras de pimiento rojo y el espolvoreado huevo duro. Como si el plato fuera una piscina, el transeúnte zambulle el tenedor, lo carga, con pulso firme lo eleva y proyecta llevárselo a la boca. ¿Quién ha de impedírselo? Aparentemente, nada se opone a satisfacer su apetito. Pero la tentación de la espuma desbordando el vaso de cerveza le asalta, y en el segundo que invierte en plantearse si da preferencia a la bebida o al pincho, en la plaza de Benavente, a la altura del teatro Calderón, roban la documentación a un extranjero.

Tarda más el desprevenido en superar su perplejidad que el transeúnte en terminar su aperitivo. Y sólo cuando el rubio rostro del escarmentado se despabila y baja lamentando su percance por la calle de Carretas, en busca de una comisaría donde exponer su denuncia, el transeúnte se traslada desde la barra del mostrador al interior del local -un coqueto comedor con aire acondicionado-, atraído por unos filetes de gallo a la romana que el camarero sudoroso le ha ponderado con un énfasis temible: porque para alabar su frescura y el rebozado de harina y la guarnición de lechuga y tomate, levantó la espumadera con la que bailaba unos calamares en la freidora y la ondeó con ímpetu, como si efectuara un saque de tenis o regase con el hisopo el ladrillo de una inauguración.

A dos pasos de este loco del sector servicios remata el transeúnte el almuerzo con un flan de la casa y un dedal de orujo mientras, a kilómetros de distancia, en una taberna de la calle del Arenal, el turista expoliado hunde su amargura en dos jarras de sangría. Luego marcha dando tumbos por la Carrera de San Jerónimo, trepa a uno de los leones del Congreso y se moja en la fuente de Cibeles. No le prohíbe la autoridad semejantes desahogos, mas no porque se apiade de su desgracia, sino porque, con este calor, en la capital de España no se mueve un papel. El verano en Madrid es una hamaca tendida entre palmeras, y al salir del restaurante el transeúnte deduce que, a lo largo y a lo ancho, la ciudad del oso y el madroño duerme la siesta.

Coherentemente, todo lo que a partir de ahora registre su cabeza será filosofía del empacho. Junto al estanque del Retiro, geográfica representación de esta indolencia metropolitana, discuten un turista y un camarero. Se insultan en lenguas distintas y sin quitarse la ropa se arrojan a las aguas, que enfadadas por esta irrupción, al cielo conducen su disgusto. Las nubes, solidarias, agitan la atmósfera y ocultan el sol. Se encrespa el viento y algún rayo avisa por la prolongación de Entrevías -siempre pagan los pobres la bronca de las alturas-. Descarga la tormenta, corre a guarecerse el transeúnte. Una borrasca abre y cierra esta invitación a la intrascendencia, y en cincuenta y cinco líneas lo consigna el periódico.

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