Columna

Pródigo

VINCENT, un obrero francés en la madurez, que, junto a su familia, reside en un medio rural, todos los días acude a trabajar en un complejo industrial de una ciudad próxima. No obstante, cierto lunes por la mañana, decide no entrar en la fábrica y, como quien dice, "hace novillos", pero con tal ansia que convierte la escapada en una deambulación insólita por el mundo que le lleva más tiempo del inicialmente previsto, aunque, al final, se imponga el regreso. Este sencillo argumento le ha servido a Otar Iosseliani para hacer una hermosa película, Lunes por la mañana (2002), varias veces p...

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VINCENT, un obrero francés en la madurez, que, junto a su familia, reside en un medio rural, todos los días acude a trabajar en un complejo industrial de una ciudad próxima. No obstante, cierto lunes por la mañana, decide no entrar en la fábrica y, como quien dice, "hace novillos", pero con tal ansia que convierte la escapada en una deambulación insólita por el mundo que le lleva más tiempo del inicialmente previsto, aunque, al final, se imponga el regreso. Este sencillo argumento le ha servido a Otar Iosseliani para hacer una hermosa película, Lunes por la mañana (2002), varias veces premiada, donde se abordan muchos aspectos de la vida común actual y del sentido de la existencia, entre los que destacaré la original recreación de la parábola evangélica del "hijo pródigo", que, en este caso, sería propiamente la del "padre pródigo".

En 1912, André Gide publicó un breve texto moral, El regreso del hijo pródigo (Renacimiento), ahora disponible en la versión castellana de X. Villaurrutia, donde imaginaba las conversaciones familiares que habría mantenido, tras su retorno al perdido hogar, ese vástago alocado, tratando de explicar a los demás y a él mismo el porqué de su fallida aventura. Según Gide, el fracasado habla entonces con su padre, con su madre, con su resentido hermano mayor e, incluso, con un hermano menor, desconocido en el guión original, pero que cumple la función de ser su trasunto, porque, todavía adolescente, está ya dispuesto a emprender la misma fuga, aunque tenga ante sus ojos cuán amargo ha resultado el final del otro. Ni con la madre, que representa el afecto, ni, aún menos, con ese hermano mayor, que representa el orden, logra el desdichado pródigo hacerse entender. Pero no así con el padre, que le recibe con los brazos abiertos y le comprende, y a quien, sin embargo, cuando éste le recuerda su solícita atención de siempre, le contesta: "¡Padre mío! ¿Habría entonces podido encontrarte sin regresar?"; ni con el hermano menor presto a la fuga, al que, sin hurtarle los peligros que acechan la libertad, le despide alborozado, deseándole lo mejor; esto es, diciéndole: "Hermano mío: llevas contigo mis esperanzas. Sé fuerte. Olvídanos, olvídame. ¡Si pudieras no regresar!".

En cualquier época y a cualquier edad, nadie debería olvidar nuestra condición existencial de transeúntes a través de esa reválida que supone perderse por el mundo para así quizá encontrar el hogar. Aunque, como afirmó Ernst Bloch, ahora que es fácil alcanzar el más remoto confín, los viajes no llevan a ninguna parte, y aunque, asimismo, lo ratifique la experiencia del atribulado Vincent, héroe del filme de Iosseliani, ¿quién, sin embargo, podría saber quién es y qué le pasa sin la imprescindible prueba de aventurarse más allá del resguardado paisaje familiar y así comprobar, desde la creadora libertad, qué suerte, maravillosa y terrible, nos aguarda en nuestra pródiga condición humana?

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