Tinto de verano | GENTE

Los Zanahoria

Echo de menos Central Park. Dice mi santo que esas cosas no se pueden decir delante de la gente, porque te pueden tomar por una gilipollas; dice que él me conoce y sabe que en el fondo no lo soy, pero que doy el pego muy fácilmente. Echo de menos Central Park. Yo allí iba con el discman cantando en voz alta Over de rainbow y nadie te miraba raro. Aquí me siento observada. Alguien le ha ido a mi santo con el cuento de que me ven cantando por la calle. Bueno, más concretamente, dijeron que la Zanahoria va por ahí cantando sola. Es que la gente empezó a llamar a nuestra mansión la C...

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Echo de menos Central Park. Dice mi santo que esas cosas no se pueden decir delante de la gente, porque te pueden tomar por una gilipollas; dice que él me conoce y sabe que en el fondo no lo soy, pero que doy el pego muy fácilmente. Echo de menos Central Park. Yo allí iba con el discman cantando en voz alta Over de rainbow y nadie te miraba raro. Aquí me siento observada. Alguien le ha ido a mi santo con el cuento de que me ven cantando por la calle. Bueno, más concretamente, dijeron que la Zanahoria va por ahí cantando sola. Es que la gente empezó a llamar a nuestra mansión la Casa Zanahoria. Por el color. Yo quería un color albero, pero el bestia de Evelio no supo hacer la mezcla. Así que empezaron con la Casa Zanahoria y terminaron llamándonos los Zanahoria. Yo le dije al alcalde: tú vas a Alhaurín y preguntas por la casa de don Gerardo; a Deia, y preguntas por don Roberto, ¿por qué nosotros somos los Zanahoria? Y el alcalde dice que, cuando un jodío veraneante consigue tener un mote, es que está superintegrado, y dijo: aquí tenemos los Comepaja, los Piescolgando, los Ahorcapedos, los Gangrena. ¡No siga!, le dijimos. Dentro de todo, podemos darnos con un canto en los dientes. A lo que iba, que mi santo me dio la charla, me dijo que esto no era América, que debía controlar el síndrome Judy Garland, que esto es España y aquí tenemos un nombre. Bajé la cabeza y le prometí que no volvería a cantar en espacios abiertos. Y para consolarme hice lo que haría cualquier mujer en dicha tesitura, irme al Carrefour. Así mato dos pájaros de un tiro: voy a un templo de consumo y además monto en un taxi. Si paso una semana sin montarme en taxi, noto como síndrome de abstinencia, con temblores y toda la pesca. Aquí sólo hay un taxista, pero, como casi siempre lo tengo a mi disposición, le llaman "el taxista de la Zanahoria". En Carrefour me compré un kit manos libres, el móvil que toda mujer de su tiempo debería tener detrás de la oreja. A mi santo le compré unas gafas de buzo para la mochila de fumigación, porque con la tontería se me va a quedar ciego y nos gusta mucho Borges, pero, oyes, todo tiene un límite. El kit manos libres era mi sueño. Esa tarde di mi paseo cardiovascular y me pasé lo menos una hora hablando con mi amigo gay, que dice que ahora se ha liado con un cura supervaticanista, que está en contra de que los gays se casen, y dice mi amigo que después de pecar se confiesan a pachas y que confesarse después de la cópula te deja con una paz divina que te cagas. Me dijo: pruébalo; y yo le dije: ¿lo del cura?; y me dijo: no, lo de la confesión. Y yo le dije que mi santo es un laico como Dios manda. Cuando volví a casa, dicho santo me esperaba con una cara que ya te vale. Me soltó que la pareja de la Guardia Civil le había avisado de que yo iba por la calle hablando sola y haciendo gestos, "¿pero quién te crees que eres, Virginia Woolf?". Me ha confiscado el manos libres, dice que por mi bien. Me dijo: yo sé, cariño, que no eres una desequilibrada, pero das el pego muy fácilmente. Y luego me dio una pastilla de color amarillo pollo y me puso en la tele a Romero de Tejada. Me estuve descojonando lo menos seis horas, pero ahora no te podría decir si estaba despierta o dormida.

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