Columna

Vermut

Enfilada la última recta del camino, hay un hondo y secreto impulso que nos lleva a repetir gestos antiguos; recuperar, fuera fugazmente, viejos hábitos; atrapar, siquiera sea por el rabo, sensaciones que recordamos placenteras. Esto significa que nos aferramos a la supervivencia de la única forma que podemos y sabemos: volviendo a vivir o intentándolo. Es difícil no caer en la parodia de comenzar otra vez, el imposible Beguin the beguin de la canción, porque el espíritu es volátil y jamás retoma parecidas formas ni significados. En la recreación no caben las mismas personas, no se reco...

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Enfilada la última recta del camino, hay un hondo y secreto impulso que nos lleva a repetir gestos antiguos; recuperar, fuera fugazmente, viejos hábitos; atrapar, siquiera sea por el rabo, sensaciones que recordamos placenteras. Esto significa que nos aferramos a la supervivencia de la única forma que podemos y sabemos: volviendo a vivir o intentándolo. Es difícil no caer en la parodia de comenzar otra vez, el imposible Beguin the beguin de la canción, porque el espíritu es volátil y jamás retoma parecidas formas ni significados. En la recreación no caben las mismas personas, no se reconstruyen parejos escenarios, ni las circunstancias son semejantes. Es posible, quizás, excitar el propósito de sentir como antaño e incluso creer que lo conseguimos. Parece complicado, pero voy a tratar de explicarlo, pues lo he experimentado ayer mismo, cuando creí haberme extraviado en el túnel del tiempo.

Hice algo ahora infrecuente: me senté solo en la veraniega terraza de un café, o chiringuito ocasional, que ahora sustituye a otro que tenía nombre distinto y entre cuyas mesas pululaban camareros ya desaparecidos o jubilados. Una mañana de este loco estío -al menos mudable, imprevisible, halagador y traicionero- con el aire como recién estrenado, transparente y limpio por la breve y torrencial lluvia de las vísperas y ese ambiente vigorizado que presenta Madrid en las tardes dominicales. Apenas cuatro o cinco veladores ocupados por una clientela de personas mayores, las únicas que disponen de tiempo para tomar despaciosamente un aperitivo o se sientan en algún banco público, más abundantes de lo que pueda suponerse, para hacerle tertulia a las palomas.

Tengo la impresión de que entre los jóvenes no ha prevalecido aquella costumbre, sustituida, quizás, por el café o los cafés consumidos en la cafetería de la empresa o el departamento, declinando comentarios laborales entre sorbo y sorbo. Además, la gente moza no dispone del dinero que cuestan unas cervezas sentados, y, si lo tiene, prefiere gastarlo en otros lugares y a otras horas del día o de la noche.

El escenario ha cambiado. Los árboles parecen los mismos, por su corpulencia, que estuvieron en bulevar desaparecido. Sobrevive la sucursal bancaria, único establecimiento que compartía la acera con el café-bar, el estanco y la tienda de aparatos eléctricos. Han ocupado muchos bajos nuevos locales donde venden material informático y la nueva moda en Madrid: lugares para broncearse, rayos UVA, despachos de embellecimiento, abiertos los domingos y festivos.

Me dispuse a revivir no un tiempo determinado, sino una memoria indeterminada, y costaba trabajo concentrarme. Echaba de menos el tranvía que pasaba por aquí, quizás el autobús de dos pisos y la gente que parecía discurrir y pasear en mayor cantidad que ahora. Mujeres menudas, de piel atezada y caribeña, custodian niños ajenos o acompañan a decrépitos y audaces ancianos. Esto no encajaba en aquel cuadro, que se repetía en las glorietas del Retiro o bajo los árboles del paseo del Prado, decorado el panorama por las amas de cría enjaezadas de plata. Echo en falta a la gitana de la buenaventura, con el churumbel sobre la cadera, quizás el humilde puesto de la pipera, el ensimismado transcurrir de los enamorados matinales.

Recurrí al sentido del gusto para encontrar aquel retazo del tiempo perdido y le pedí al camarero algo que hacía tiempo no gustaba: "Por favor, tráigame un vermut con sifón". Naturalmente, apenas hay sifones y, como era de poca edad, ante su gesto de duda, aclaré: "Con soda". Curiosamente, el sabor amargo y específico de la bebida italiana contribuyó a que vinieran, de golpe, la multitud de sensaciones que pretendía convocar. No era cuestión de agarrar una pítima a cuenta de la nostalgia, así es que me sumergí en el pretérito el tiempo que duró aquel vaso, por cierto, bastante más pequeño que los de la desaparecida época. En aquellos minutos volvió a pasar el tranvía, entreví a la gitana que me pronosticaba el encuentro con una rubia y un viaje por lejanos países, cruzó un limpiabotas y ocuparon mi horizonte unas siluetas juveniles, faldas por la rodilla, zapatos de medio tacón y medias con ascendente costura. El ensueño se evaporó cuando pedí la cuenta. Aquello me habría costado tres o cuatro pesetas, con la propina. El regreso al pasado supuso cerca de cuatro euros y, dentro de la tarifa, valió la pena.

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