Columna

El sucesor 'c'est moi'

Y quién se lo iba a decir a él, tan astuto. Pero mientras el único candidato confeso, Rodrigo Rato, respondía a las preguntas de Ernesto Ekaizer, un extraño personaje llegaba a la Moncloa, de manera subrepticia y seguía a un sirviente, hasta la intimidad de una saleta, donde el presidente lo esperaba visiblemente emocionado: se adelantó con el propósito de estrecharle la mano, pero el extraño personaje, dio un taconazo, extendió el brazo y profirió un gruñido gutural. Luego se bebieron dos grandes jarras de cerveza muniquesa muy fría.

Entre tanto, en el comedor del Ministerio de Economí...

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Y quién se lo iba a decir a él, tan astuto. Pero mientras el único candidato confeso, Rodrigo Rato, respondía a las preguntas de Ernesto Ekaizer, un extraño personaje llegaba a la Moncloa, de manera subrepticia y seguía a un sirviente, hasta la intimidad de una saleta, donde el presidente lo esperaba visiblemente emocionado: se adelantó con el propósito de estrecharle la mano, pero el extraño personaje, dio un taconazo, extendió el brazo y profirió un gruñido gutural. Luego se bebieron dos grandes jarras de cerveza muniquesa muy fría.

Entre tanto, en el comedor del Ministerio de Economía, Rodrigo Rato examinaba a su interlocutor con una sonrisa enigmática, y respondía ladinamente: "Yo creo que lo estamos haciendo muy bien todos a quienes se nos adjudica la sucesión. Somos unos sucesores perfectos". En algún lugar, Mariano Rajoy ensayaba su papel presidencial articulando gestos y ademanes que recordaban, aunque muy vagamente, a José María Aznar. A Rajoy, se le resistía más la praxis del "distanciamiento" que su teoría, porque no dejaba de ser un concepto revolucionario de aquel indeseable Bertolt Brecht, pero tenía que hacer de tripas corazón, si quería librarse de sus inflagaitas y aduladores rivales. Mayor Oreja iba de la bomba al gol que le había metido Batasuna al director del Tour: su apacible rostro de apóstol catedralicio no era más que un mascarón de proa rasurado por el salitre y la galerna. Desde los balcones consistoriales, Alberto Ruiz-Gallardón contemplaba con su gesto de tótem la piedra de amolar intrigas y no quería inmiscuirse en la ensalada, si bien cavilaba que Madrid podría emperifollarse con una alcaldesa de rompe y rasga. En aquel mismo instante, Rodrigo Rato le confesaba al periodista: "Nada de dedazo. No habrá guerra para suceder a Aznar".

En la íntima saleta de la Moncloa, el presidente se miró en aquel hombre corpulento y enérgico: tenía el pelo entrecano sobre la frente y un bigote también entrecano y breve. Se miró, como en un espejo, le sonrió y murmuró, con un ligero rubor: ¿sabes? El sucesor c'est moi.

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