COPAS Y BASTOS

Diagonal / Beethoven

Catalunya Ràdio cumple 20 años. En los 14 que llevo colaborando con la empresa he escuchado muchas cosas sobre la emisora. Elogios y palos justos o exagerados e infundios dictados por la fatuidad de quien se cree demasiado listo para apreciar nada que pueda tener relación con la Generalitat pujolista (son el equivalente a las pullas que, desde un catalanismo simplista, se lanzan contra los medios de PRISA). No seré yo quien intente cambiar la visión de nadie, pero para celebrar este aniversario me gustaría repasar algunas de las exageraciones y barbaridades oídas en este par de décadas. Que si...

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Catalunya Ràdio cumple 20 años. En los 14 que llevo colaborando con la empresa he escuchado muchas cosas sobre la emisora. Elogios y palos justos o exagerados e infundios dictados por la fatuidad de quien se cree demasiado listo para apreciar nada que pueda tener relación con la Generalitat pujolista (son el equivalente a las pullas que, desde un catalanismo simplista, se lanzan contra los medios de PRISA). No seré yo quien intente cambiar la visión de nadie, pero para celebrar este aniversario me gustaría repasar algunas de las exageraciones y barbaridades oídas en este par de décadas. Que si Catalunya Ràdio es un vivero de convergentes vendidos al oro de Pujol. Que si la libertad y la pluralidad brillan por su ausencia y, cada día, un ejército de talibanes enfundados en sotanas patrióticas decide lo que hay que decir y reparte consignas. Que si reina una fiebre de enchufismo que tumbaría de espaldas a un inspector de la OMS. Lo que más me sorprende es que si se intuye cualquier conato de manipulación o de metedura de pata en Catalunya Ràdio, que las habrá habido -20 años dan para eso y más-, se convoca con urgencia una comisión parlamentaria y se practica ese tipo de grito en el cielo que tanto placer proporciona a nuestros aduaneros audiovisuales. En otros medios públicos, en cambio, el celo es menor. Parece como si el nepotismo convergente fuera más grave que el socialista y la tendenciosidad informativa de Catalunya Ràdio resultara más tóxica que la de la COM o Ràdio 4.

A todo eso, la emisora lleva 20 años emitiendo, sorteando supuestas presiones, ajena al nerviosismo que, en un momento dado, puede advertirse en la manera como sus responsables suben o bajan las escaleras. Si son marionetas de un oscuro poder, como les acusan fiscales de desigual autoridad, lo disimulan. Nadie me ha llamado para pedirme que me contenga (una vez me invitaron a tomar una copa para hablar de radio en el Zanzibar y no parecieron tener en cuenta que nunca haya votado a CiU). Nadie me ha dicho lo que tengo que decir (y eso que me he saltado semáforos precisamente para ver si se confirmaba la leyenda represora, pero ni por esas). Llevo años teniendo, en régimen de multipropiedad, una silla del Estudio 1, ése que da a una calle por la que he visto desfilar sonrisas, escupitajos o cuerpazos capaces de dejarte mudo (Mónica Van Campen se detuvo un día en la esquina de Diagonal-Beethoven, la figura geométrica del atajo y un músico sordo: el lugar ideal para una radio y, de repente, el tiempo empezó a lentificarse como en esas escenas de Matrix en las que miran pasar las balas).

En el edificio gobernado por la experiencia de J. M. Moreno (llegó 10 años antes de que inauguraran la radio: es un tío previsor), puedes cruzarte con gente que trabaja, o que comparte chismes, o que llama a casa para decir que llegará tarde. Los he visto envejecer, tener hijos, engordar, perder pelo, hacer huelga, separarse y ellos podrán decir lo mismo (y cosas peores) de mí, pero, sobre todo, los he visto trabajar, una actividad que, por ahora, todavía es legal. Tranquilos: no les soltaré el rollo de la gran familia y la magia de la radio. Pero en ocasiones, sobre todo de noche, la emisora respira su dimensión más agradable: lejos de mundanales minutajes, imponiendo su vocación de acompañar, en un catalán mejorable, a una media de 673.000 oyentes, gente que conduce, plancha, siembra, cocina o duerme abrazada al transistor. En la puerta, el agente de seguridad fuma un pitillo. Lleva un miniauricular por el que escucha a un ignorante confeso o los delirios de un disc-jockey que, de pie sobre la mesa, baila como un poseso. ¿Será eso motivo de investigación parlamentaria?

Si subes a según qué pisos, te encuentras a gente cada vez más joven que, de niños, quizá escucharon a Mikimoto, Carles Pérez, Jordi Beltran, los hermanos Cuní, Joaquim Maria Puyal, Jordi Arbonès, Neus Bonet, Jordi Lucea o Xavier Solà. ¿No es eso pluralidad? Y, dentro de las peceras, están los técnicos. Suelen llevar camisetas más radicales que las de redactores o locutores. Su mirada también es distinta: son escépticos por naturaleza y suelen andar más despacio. Si faltan 10 segundos y la conexión falla, tranqui, colega. En estos días de fastos y conmemoraciones, echo más de menos que nunca a algún ausente. A Ramon Barnils, autor del refrán: "Qui minut passa, programa empeny". A Jordi Vendrell, que transgredió las normas de dicción y tempo, esas que están reduciendo el dial a un dinamismo artificial. ¿Que la emisora tiende a parecer un ministerio? Quizá, pero algunas privadas también parecen sucursales bancarias y eso no quita para que escuchar la radio siga siendo un placer.

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