Reportaje:

La transformación de Mohamed

La evolución de un terrorista suicida de Casablanca narrada por su familia

Mohamed el Mehni, de 25 años, regresó a la chabola después de haber rezado a mediodía el Addhur en una pequeña mezquita ilegal, pero no comió el cuscús que había preparado su madre para toda la familia. Poco antes de las cuatro volvió al templo para rezar, esta vez, la oración del Asr. Se despidió con naturalidad de sus padres y hermanas. Era el viernes 16 de mayo. No le volvieron a ver.

Seis horas después, El Mehni y otros 13 jóvenes del mismo Sidi Mumen, un mísero suburbio al norte de Casablanca mezcla de chabolas y vivienda social, perpetraban cinco atentados suicidas en el centro de...

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Mohamed el Mehni, de 25 años, regresó a la chabola después de haber rezado a mediodía el Addhur en una pequeña mezquita ilegal, pero no comió el cuscús que había preparado su madre para toda la familia. Poco antes de las cuatro volvió al templo para rezar, esta vez, la oración del Asr. Se despidió con naturalidad de sus padres y hermanas. Era el viernes 16 de mayo. No le volvieron a ver.

Seis horas después, El Mehni y otros 13 jóvenes del mismo Sidi Mumen, un mísero suburbio al norte de Casablanca mezcla de chabolas y vivienda social, perpetraban cinco atentados suicidas en el centro de la ciudad con un saldo de 43 víctimas mortales. A El Mehni le tocó, al parecer, hacer saltar por los aires el restaurante de la Casa de España, donde murieron cuatro españoles.

"Leía literatura religiosa, no pisaba el café y no le importaba salir con una chilaba agujereada", recuerda una hermana

Sus padres y sus hermanas supieron que se había volado cuando, el día siguiente, a las ocho de la mañana, la policía irrumpió en la chabola. "Se llevaron detenidos a mi madre y a mi hermano Salah, de 23 años, junto con los libros de religión que leía Mohamed, y después volvieron a por mi padre", recuerda Fátima el Mehni, de 20 años, la hermana del terrorista suicida que estudia el oficio de costurera. "Mi padre es diabético, está delicado, me preocupa". "Mi madre está muy afectada".

Vestida con un pantalón azul y una blusa azul, Fátima se sienta para hablar en la mesita baja colocada en medio del principal cuartito de su chabola con un techo de hojalata, luz eléctrica, pero carente de agua. La rodean sus hermanas Saida, de 17 años; Fathna, de 14, y Naima, de 11. Todas, excepto la pequeña, están ataviadas con el hijab, el pañuelo islámico que tapa la cabeza, pero no dudan en dar la mano al extranjero al que han invitado a entrar en su morada.

"Hagan preguntas, pero no hagan fotos". Ésta es la única condición que Fátima, convertida de sopetón en responsable de la familia con tres hermanas a cargo, pone antes de hablar, durante un par de horas, de su hermano Mohamed. "Todavía no nos acabamos de creer que haya podido hacer eso", afirma Fátima con voz emocionada, pero sin derramar una lágrima.

El año 2001 fue el del cambio de Mohamed. Este hijo de fontanero "pasaba ratos en la cafetería, hacía excursiones con los amigos, en verano iba a la playa y practicaba el kung fu", recuerda Fátima. "Sobre todo estudiaba derecho en la Universidad de Mohamedia y había acabado el segundo año con muy buenas notas. Le gustaba ir bien vestido".

"Creo que su transformación se produjo en la Facultad de Derecho", prosigue la hermana. Las universidades públicas marroquíes están copadas por el movimiento islamista Justicia y Caridad, que dirige el jeque Yassin. Ilegal pero tolerada, esta organización se declara no violenta. "Además, creo que ni siquiera se adhirió a esta asociación", afirma Fátima.

Pese a sus buenas notas, Mohamed abandonó la carrera. "Decía que no merecía la pena acabarla, que todos los que la habían terminado estaban en paro, pero mi madre hacía hincapié en que continuase", añade Fátima, mientras sus hermanas aprueban con movimientos de cabeza. Además de renunciar a estudiar, Mohamed modificó su estilo de vida. "Empezó a rezar con asiduidad en una mezquita no oficial [cuyo imam no es nombrado por las autoridades], se dejó crecer la barba, leía literatura religiosa, ya no pisaba el café y no le importaba salir a la calle con una chilaba agujereada".

"Cambió también de amistades", recuerda Fátima, "y ya sólo se relacionaba con jóvenes que se habían transfigurado como él. Mi padre no les dejaba franquear la puerta de la chabola". El progenitor, un hombre poco piadoso, según sus hijas, le insistía más bien en que debía "trabajar y traer dinero a casa". Mohamed consiguió un puesto de vigilante nocturno, pero, al cabo de un mes, no le pagaron y desistió de volver a buscar empleo. "Por eso, porque no tenía medios, no se casó".

En la chabola de los El Mehdi, cuando todavía Mohamed comía el cuscús antes de iniciar el ayuno 'para llegar limpio al paraíso', no se hablaba de religión ni de política. 'Se tocaba a veces la situación en el barrio', reconoce Fátima. 'No nos gustaban esos políticos que, cada cinco años, en vísperas de las elecciones, vienen por aquí y nos prometen que acabarán con el chabolismo para darnos viviendas de verdad. Después tardan otros cinco años en reaparecer por la barriada'. '¿Que qué pienso de la actuación de Mohamed?'. 'No quiero juzgarle', contesta tajante, 'es nuestro hermano y lo seguirá siendo cualesquiera que sean las cosas que ha hecho'. 'Aquí, en Marruecos, es a veces difícil saber lo que está bien y lo que no. No nos ha dejado ningún mensaje de despedida, explicándose. El porqué sólo lo sabe Dios, que lo ve todo'. A los El Mehdi todavía no les ha sido devuelto el cadáver de su hijo. Mohamed tenía derecho, por ser varón, a un diminuto dormitorio en la chabola mientras sus cuatro hermanas se acostaban sobre colchones amontonados en el salón. La razzia policial sólo ha dejado una imagen de su fervor religioso. Pegado a la pared, un cartel reza en árabe: 'No hay más Dios que Alá y Mahoma es su profeta'. 'Si tuviéramos medios nos iríamos de aquí', asegura Fátima, que, como todas sus hermanas, nació en la chabola. 'No puedo decir a nadie que vivo en este barrio maldito. ¿Cómo quiere que encuentre trabajo diciendo que soy de aquí?'. Los vecinos tampoco son de gran ayuda excepto un tendero que les deja estos días comprar comida a crédito. 'Entran aquí y te dan el pésame muy compungidos, pero en cuanto salen no paran de comentar la monstruosidad que ha causado mi hermano'. Desde que se produjo el atentado Fátima ha dejado de ir al centro profesional donde estudiaba y su hermana Saida tampoco acude al colegio. 'Las jornadas se me hacen interminables esperando el regreso de mis padres y de mi hermano Salá'. Sólo para Naima, la pequeña, la vida sigue casi igual. Acaba de volver del colegio y persiste en decir que, de mayor, quiere ser médica.

Una imagen de la barriada donde vivía Mohamed el Mehni.ASSOCIATED PRESS

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