Columna

Monleón

Los maestros, esas voces que unen la flexibilidad misteriosa de la vida y la firmeza del buscador de claridades, son necesarios en todas las épocas. Pero en tiempos difíciles, cuando la desmemoria sórdida impone sus humillaciones en la imaginación y sus tachaduras en la conciencia, los maestros son imprescindibles. Unen el apasionamiento y la meditación, la apuesta decidida y la lentitud de las reflexiones que buscan una grieta en la realidad para dejar que la luz entre en los cuartos cerrados y en los paisajes previsibles de la docilidad. Los maestros son entonces un punto de referencia, se c...

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Los maestros, esas voces que unen la flexibilidad misteriosa de la vida y la firmeza del buscador de claridades, son necesarios en todas las épocas. Pero en tiempos difíciles, cuando la desmemoria sórdida impone sus humillaciones en la imaginación y sus tachaduras en la conciencia, los maestros son imprescindibles. Unen el apasionamiento y la meditación, la apuesta decidida y la lentitud de las reflexiones que buscan una grieta en la realidad para dejar que la luz entre en los cuartos cerrados y en los paisajes previsibles de la docilidad. Los maestros son entonces un punto de referencia, se convierten en una compañía silenciosa a la hora de vivir por nuestra cuenta, de mirarnos en el espejo o de salir a los vientos compartidos de la calle. La luz de los maestros dibuja puentes porque nos ayuda a situarnos en la verdad inevitable de las dos orillas. Si nos buscamos en un espejo privado, acertamos a descubrir la prisa callejera y los tumultos de la historia, que forman parte de nuestros ojos por mucho que pisemos la soledad. Si caminamos a través de los ruidos, de las discusiones, de las coyunturas, acabamos presintiendo un sabor a nosotros mismos. La palabra de los maestros, sobre todo en épocas difíciles, hace de la sabiduría una forma de contagiar la vida, ofrece una manera de ser, un modo de sentir y de merodear en los matices hasta acercarnos a la puerta de las decisiones, que es al mismo tiempo la puerta de la calle y la puerta de nuestra casa.

Las gentes del teatro le han dedicado en Sevilla un homenaje a José Monleón. Ha sido el homenaje a un maestro, un acto de gratitud para un punto de referencia intelectual. Recorro mi biblioteca, paseo por algunos números de Primer Acto, la revista que puso en marcha en 1957, viajo por alguno de sus libros, Treinta años de teatro a la derecha (1971), El mono azul (1979), Tiempo y teatro de Rafael Alberti (1990), y compruebo que Monleón forma parte no sólo de mi manera de entender el teatro, sino de mi propia educación sentimental. Es la marca de los maestros, convierten la sabiduría en una educación sentimental. Varias generaciones de españoles, desde los dramas existencialistas hasta las propuestas más rebeldes de los grupos independientes en las aulas universitarias, desde la curiosidad mestiza de los atuendos latinoamericanos hasta los espectáculos del bienestar posmoderno, aprendieron con Monleón que el escenario es un territorio compartido de reflexión, un campo abierto en el que se suceden las ideas, las opiniones, los matices. Y como es un maestro, habitante de las dos orillas, supo exigir rigor a los que se atrevían a jugar y capacidad de diversión a los que se fosilizaban en las tradiciones académicas. Monleón llevó el teatro a las inquietudes de la historia democrática de España, releyendo a los clásicos, ofreciendo noticias de nombres desconocidos, dispuesto siempre a explicarnos que el compromiso artístico sólo es posible al margen de los dogmas, allí donde la libertad individual se hace palabra compartida y donde las ilusiones sociales se plasman en una mirada. Monleón es una referencia, un árbol alto en el que han brotado los libros, las representaciones, las enseñanzas y, como en los buenos y viejos maestros de los años difíciles, una cabellera blanca y un bastón.

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