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Goleadores

Alguien voló sobre el nido de Cocu. Overmars había despachado uno de sus centros largos desde la derecha. El balón se cargó inmediatamente de energía nuclear: se inflamó, giró sobre sí mismo y empezó a silbar como un platillo volante. En el área, todos los buscadores de satélites se movilizaron: Sorín acomodó el cuerpo para el despegue, a Westerveld se le hincharon las venas del antebrazo y López Rekarte se elevó como un cohete. En ese instante, cierta figura alargada desplegó unas alas de albatros, subió por el callejón de Cocu, hizo un movimiento de serpiente con el cuello y enchufó la pelot...

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Alguien voló sobre el nido de Cocu. Overmars había despachado uno de sus centros largos desde la derecha. El balón se cargó inmediatamente de energía nuclear: se inflamó, giró sobre sí mismo y empezó a silbar como un platillo volante. En el área, todos los buscadores de satélites se movilizaron: Sorín acomodó el cuerpo para el despegue, a Westerveld se le hincharon las venas del antebrazo y López Rekarte se elevó como un cohete. En ese instante, cierta figura alargada desplegó unas alas de albatros, subió por el callejón de Cocu, hizo un movimiento de serpiente con el cuello y enchufó la pelota en la escuadra. Era Patrick Kluivert, que había sufrido una dura crítica del presidente y quería desmentirla por el más audaz de los procedimientos: había desafiado las leyes de la gravitación universal.

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Tres días después, en el estadio Vicente Calderón, Fernando Morientes hizo tres disparos al aire y cayeron tres goles en la bolsa de la selección. En esta ocasión había cumplido el primero de los principios inexcusables del delantero centro: estar a la hora exacta en el lugar preciso, pero volvió a preguntarse cuánto tiempo podría disfrutar del esquivo don que distingue a los goleadores.

Desde su llegada a la Primera División había repetido cientos de veces las rutinas del manual en un intento de convertir el gol en una costumbre. El arte de cruzar el área hasta el segundo palo o de atajar por el primero o de salir de la espalda del defensa central o el de sintetizar toda la jugada en el movimiento del tiro eran para él algo tan familiar como el pulso para la muñeca. Sin embargo nunca tuvo muy claro por qué oscuras razones hacía una determinada elección ni por qué la pelota decidía obedecer o desobedecer al último toque.

Una voz interior volvía a decirle que, como todos los peritos en finales, era un mero intermediario de la providencia. Mientras seguía ciegamente el impulso de irrumpir y llegar, alguien, un caprichoso jugador de dados, movía los hilos desde las profundidades del marcador.

Sometidos a esas duras condiciones, Patrick y Fernando compartían un desgarrado sentimiento de infidelidad. Si ellos actuaban siempre con una misma disposición, si cumplían todas las exigencias de esfuerzo y todos los principios de la maniobra, ¿por qué los espectadores sólo valoraban la aventura en función del gol?

Estaba claro: atrapados en el terco destino del jugador de azar, ambos vivían entre el rojo y el negro. Repasaban las líneas del tapete, buscaban algún reflejo cabalístico en los alrededores de la mesa, cerraban los ojos para escuchar el sonido envolvente de las corazonadas, hacían su apuesta y esperaban el desenlace.

Representaban en la ruleta del equipo el misterioso golpe final en el que la bola elige número.

Al menos tienen un consuelo: cuando el gol llega, son el no va más.

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