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Atleti

Jorge Mendonça, uno de los deportistas más elegantes de la historia, pisó la pelota en el vértice derecho del área y, con un doble movimiento de rodadura, dibujó una cruz en el césped. Un instante después, el defensa contrario pasaba de largo como el burro persigue la zanahoria. Al frente, el panorama se despejó de pronto: Jorge tuvo tiempo de ver la enorme ladera escalonada del fondo norte del Metropolitano y abajo, pequeño como un sello de correos, el recuadro de la portería. Mientras aplomaba la figura con aquella prestancia tan suya, lanzó un destello de gomina. Luego hizo un disparo seco ...

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Jorge Mendonça, uno de los deportistas más elegantes de la historia, pisó la pelota en el vértice derecho del área y, con un doble movimiento de rodadura, dibujó una cruz en el césped. Un instante después, el defensa contrario pasaba de largo como el burro persigue la zanahoria. Al frente, el panorama se despejó de pronto: Jorge tuvo tiempo de ver la enorme ladera escalonada del fondo norte del Metropolitano y abajo, pequeño como un sello de correos, el recuadro de la portería. Mientras aplomaba la figura con aquella prestancia tan suya, lanzó un destello de gomina. Luego hizo un disparo seco que sonó como el taponazo de una botella de cava y el balón salió camino de la escuadra.

Estampas como aquélla sólo eran posibles en el cráter del Atleti. Desde los años de Ben Barek, el club había tenido un gusto muy especial por los futbolistas exóticos. En esos días, la simplicidad cartesiana del brasileño Ramiro provocaba un sugestivo contraste con las filigranas de Mendonça, pero, llegado el momento, gracias a la pareja Pereira-Leivi-nha, volvimos a reconocer el metal noble de la escuela brasileña. Leiva nos permitió descubrir la bicicleta, una modalidad de samba que burlaba por igual a sabuesos y cocodrilos. Con su melena volátil, era un caballito pelirrojo, un flexible trotón que sobrevolaba la pelota en una asombrosa demostración de ingravidez. Por detrás, Luiz, un patizambo cuyas rodillas se habían peleado para siempre, nos transmitió las grandes emociones del regate extremo. Aunque arriesgaba la yugular en cada recorte, trataba la pelota como si fuera un bebé: la arropaba, la acunaba y la dormía en una de las relaciones padre-hija más admirables que recordamos.

En su chispeante historia, el Atleti tuvo porteros de librea como Pazos, Madinabeytia o Marcel Domingo; leales y rudos defensas como Griffa, Glaría, Arteche, Ovejero y Martínez Jayo; finos delanteros como Ufarte, Gárate, Miguel o Collar; precursores del fútbol de carril como Rivilla, Calleja o Capón, y, por supuesto, la más pintoresca nómina de entrenadores: Heriberto Herrera, El Sargento de Hierro; Mister Látigo Merkel, un prusiano que había nacido para domador, o Marcel Domingo, el rey del contraataque, iniciador de un estilo y perito en puñaladas. Por ese banquillo pasaron Helenio Herrera, Il Mago, un revolucionario que ganaba los partidos sin bajar del autobús y decía jugar mejor con diez que con once, y Juan Carlos Toto Lorenzo, un filólogo de cuna que renovó el lenguaje de los estrategas. Un día, después de un partido, reunió a los periodistas para explicarles el comportamiento de su equipo, se rascó la barbilla y dijo: "Este... Hoy he empleado la táctica perforativa antiniebla, che".

Todos festejamos el tiro libre de Luis Aragonés que debió terminar con la leyenda del Bayern de Beckenbauer, Maier, Hoeness y Torpedo Müller y todos lloramos un poco cuando Schwarzenbeck enganchó aquel absurdo remate en blanco y negro con el que se confirmaba el llamado milagro alemán.

Bien podemos decir que el Atleti cumple cien años que parecen mil. Inspirado por un alma especial, hoy, fiel a sus iconos, se encomienda indistintamente a Germán Burgos y al Niño Torres.

Avanza por su veredita y, a su manera, como siempre, sigue escribiendo su propia historia circular.

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