Crónica:LA CRÓNICA

Más fuerte que la hiedra

La filla del Ganges (La Magrana), que Ramon Pellicer presentó hace unos días en La Casa del Llibre, se está revelando desde hace semanas como un gran acierto editorial. Sin duda el interés que ha despertado se debe a lo novedoso de la propuesta: cuando la mayoría de las historias de adopción están contadas por adoptantes, en este caso es la adoptada la que narra la historia desde su punto de vista. Asha Miró, fruto de una de las primeras adopciones internacionales que tanto han proliferado en los últimos años, ya está en edad de contar su historia. Y reúne las dos características que di...

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La filla del Ganges (La Magrana), que Ramon Pellicer presentó hace unos días en La Casa del Llibre, se está revelando desde hace semanas como un gran acierto editorial. Sin duda el interés que ha despertado se debe a lo novedoso de la propuesta: cuando la mayoría de las historias de adopción están contadas por adoptantes, en este caso es la adoptada la que narra la historia desde su punto de vista. Asha Miró, fruto de una de las primeras adopciones internacionales que tanto han proliferado en los últimos años, ya está en edad de contar su historia. Y reúne las dos características que diferencian a los nuevos adoptados de los de antes: la procedencia de un país lejano, cuyos habitantes tienen a menudo unas características raciales distintas, y la transparencia absoluta que desde el primer momento vive el hijo adoptado respecto a su condición, hecho este último que ha supuesto una verdadera revolución en la percepción del fenómeno adoptivo.

La mayoría de las historias de adopción están contadas por adoptantes, en este caso es la adoptada la que narra su propia historia

Una vez más, y con la serenidad que la caracteriza, Asha habló del contenido de su libro. Narra en él su primer viaje al país de sus orígenes y con este pretexto va desgranando recuerdos y sentimientos relacionados con esa orfandad que tanto le pesaba y que pudo dejar atrás. A través de sus palabras podemos saber que un niño abandonado tiene muy clara la diferencia entre unos progenitores y unos padres: sabe, a menos que se le intente confundir con extraños prejuicios o con burdas mentiras, que nació de unos progenitores que no son sus padres y que tiene unos padres que no son sus progenitores. A través de sus palabras podemos saber también qué sintió en el orfanato: esa sensación de rutina que describe, desprovista de alicientes, desprovista de futuro ("el temps passava i cada dia era una còpia exacta de l'anterior, res no canviava"), una rutina que recuerda lo que debe de ser la monotonía carcelaria. Podemos saber cómo se siente un niño enfrentado a la ley del más fuerte, que es la ley que reina en todo lugar de supervivencia. Podemos saber cuán intensa era su soledad pese a la promiscuidad en la que dormían los niños, pese a la falta de un espacio propio. Podemos saber que su avidez por conseguir unos padres era inmensa, pese a que las monjas la trataban con un cariño especial. Podemos saber que la ilusión desmedida por hacer realidad su deseo la llevó a luchar con terquedad en un tiempo en que las adopciones no eran frecuentes y que cada día a la misma hora subía la interminable escalera de caracol y se plantaba ante las monjas con su petición, más o menos con la misma perseverancia con la que muchos padres adoptivos se personan en la Administración para acelerar los trámites que les acercan a su hijo. Podemos saber que todo lo que le esperaba en Barcelona, la ciudad que tanto ama, representó para ella una segunda oportunidad, una vida libre, una vida.

Pero si podemos saber todo eso, es porque Asha tiene recuerdos relativamente precisos de su proceso de adopción. Y si los tiene es porque a diferencia de la mayoría de los niños adoptados, que lo son cuando tienen menos de tres años, ella estaba a punto de cumplir siete. Ése es uno de los puntos más interesantes de su historia.

Precisamente por su edad, su voluntad manifiesta de ser adoptada y de agradar a sus padres es realmente emocionante. Y eso puede hacer reflexionar a gentes en estado de preadopción sobre hasta qué punto es gratificante adoptar a un niño de esta edad en lugar de un bebé. Igual que le sucedió a la madre de Asha (que ya había adoptado a una niña de India y esperaba otra no mayor de tres años), un buen día esos padres que esperan pueden hacer el clic (como ella misma cuenta que le sucedió a su madre) y darse cuenta de que algo que en principio asusta a la mayoría de las personas que se plantean adoptar (un niño mayor, con su carga de recuerdos y de afectos) puede convertirse, como sucedió con Asha y como sucede tan a menudo, en una fuente de satisfacciones insospechadas, tanto para los padres como para la hija.

Pero cada historia de adopción es, sin duda, distinta, y eso no deberíamos olvidarlo. Ahora, en nuestro país, el fenómeno es relativamente nuevo. Más adelante vendrán más Ashas, y acaso no den el testimonio de esta hija modélica. Vendrán Ashas desagradecidas y díscolas, vendrán Ashas que dirán que ellas no pidieron ser adoptadas y que les llegaron unos padres que eran un coñazo y se tuvieron que aguantar (exactamente igual que las librerías están llenas de testimonios de hijas saturadas de padre o de madre, y los hogares llenos de adolescentes que en algún momento se rebelan y dicen que ellos no pidieron venir al mundo). Y no habrá que extrañarse de tales cosas, ni asociarlas con la condición de adoptado más de lo estrictamente preciso. Porque el lazo que se teje a través de la paternidad adoptiva (y ahora parece que empieza a quedar claro para todos) es exactamente igual de sólido o frágil, apasionado o inquietante, que el que se teje a través de la paternidad biológica. Y exactamente igual de fuerte: es decir, más fuerte que la sangre, más fuerte que la hiedra, pero lo es para bien, para mal y para regular. Y es, como dice el bolero, para la eternidad.

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