Crítica:

Reveladoras cicatrices

En la exposición Albert Ràfols-Casamada. Obra reciente, que se presenta en Madrid, se ha reunido un amplio conjunto de cuadros y dibujos, fechados la mayoría en 2002 y hasta alguno en 2003, del refinado pintor catalán, que, nacido en Barcelona en 1923, este año celebra su 80º aniversario.

Como a todos los grandes artistas, a Albert Ràfols-Casamada tampoco parece desanimarle alcanzar tan alta edad, porque vencen los estragos corporales y morales con la libertad de darse por completo a la pintura y con la sabiduría acumulada por décadas de ejercicio, cuyo denuedo no es sino fruto d...

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En la exposición Albert Ràfols-Casamada. Obra reciente, que se presenta en Madrid, se ha reunido un amplio conjunto de cuadros y dibujos, fechados la mayoría en 2002 y hasta alguno en 2003, del refinado pintor catalán, que, nacido en Barcelona en 1923, este año celebra su 80º aniversario.

Como a todos los grandes artistas, a Albert Ràfols-Casamada tampoco parece desanimarle alcanzar tan alta edad, porque vencen los estragos corporales y morales con la libertad de darse por completo a la pintura y con la sabiduría acumulada por décadas de ejercicio, cuyo denuedo no es sino fruto de un amor apasionado.

Dotado de una exquisita sensibilidad, que se alumbra en la contemplación del paisaje, cada "pequeña sensación" de Ràfols-Casamada, ya sea transformada en pintura o en poema, ha abierto un surco de luz donde resplandecen las vibraciones cromáticas más sutiles diluyéndose en atmósferas, que filtran el fugaz brillo hiriente hasta amasar su sustancia, hasta darle un cuerpo como de claridad coagulada, impregnante, muy sensual.

ALBERT RÀFOLS-CASAMADA. OBRA RECIENTE

Galería Metta Villanueva, 36. Madrid Hasta el 15 de marzo

En cierta manera, esta

obra última reitera los motivos, el encuadre compositivo y el elegante grafismo con que Ràfols-Casamada apunta, de forma sucinta, las ligeras insinuaciones figurativas que arman el conjunto de su campo visual.

Sobrevive también, cómo no, el soberbio colorista de siempre, aunque reafirmando su progresivo atrevimiento, que, desde hace algunos años, le ha hecho ampliar su gama mediterránea de sienas y azules a tonalidades insólitas, de verdes, naranjas, amarillos, cuya acidez no ha rebajado, sin embargo, ese toque de cálida sensualidad que siempre transmite su pintura.

De esta manera, en una primera visión de conjunto, uno cree encontrarse ante un paisaje familiar que se ensancha sin producir sobresaltos; pero, paulatinamente, se avistan las sutiles costuras con que Ràfols teje lo que ha mirado con mayor hondura, porque ya no se conforma con captar la atmósfera, sino que quiere recoger hasta el temblor del aire, los susurros de la naturaleza, los espasmos luminosos, los escalofríos de la tierra y el mar al ser aventados por temporales, la crepitación de la lluvia, la ruidosa calma de la insolación... Hay que fijarse ahora en estas reveladoras cicatrices, que, a veces, se insinúan con apenas una empastada línea de añil, o a modo de súbitos golpes de luz que horadan la superficie de la tela.

En cuanto al festival de colores que despliega, este ràfols último también nos sorprende, no ya con su radiante gama ampliada, sino abordando, como nunca, los grises, que son grises invernizos, grises lluviosos, grises lechosos de brumas marinas; una sinfonía, en fin, de grises, en la que esa masa coloreada nunca deja, sin embargo, de portar tatuajes, unos pequeños cortes o incisiones de azul, amarillo o carmín. De manera que, si esto es cumplir años con el cayado de la pintura, ¡qué maravillosamente gozosa es la edad del pintor a solas frente a su tela!

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