Tribuna:

La obsesión pronorteamericana

El brillante periodista y ensayista francés Jean-François Revel acaba de publicar un libro de significativo título: L'obsession antiamericaine (editorial Plon, París, 2002). Aunque sólo lo he hojeado, muy por encima, en el anaquel de una librería, es sencillo intuir su contenido.

La recurrente acusación de antiamericanismo a personas que discrepan de las actuaciones del Gobierno norteamericano no es nueva, sino muy antigua y ha sido utilizada, además, desde los más diversos ángulos ideológicos. Hacia principios de los años sesenta, si no recuerdo mal, el después famoso líder de l...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

El brillante periodista y ensayista francés Jean-François Revel acaba de publicar un libro de significativo título: L'obsession antiamericaine (editorial Plon, París, 2002). Aunque sólo lo he hojeado, muy por encima, en el anaquel de una librería, es sencillo intuir su contenido.

La recurrente acusación de antiamericanismo a personas que discrepan de las actuaciones del Gobierno norteamericano no es nueva, sino muy antigua y ha sido utilizada, además, desde los más diversos ángulos ideológicos. Hacia principios de los años sesenta, si no recuerdo mal, el después famoso líder de la extrema derecha Blas Piñar fue destituido por Franco de la presidencia del Instituto de Estudios Hispánicos debido a un artículo publicado en Abc en el que criticaba ácidamente a Estados Unidos. Por tanto, no sólo la izquierda ha sido acusada de antiamericanismo sino también, en ciertos casos, la derecha más ultramontana. Pocos años antes del cese de Blas Piñar, en los comienzos de la guerra fría, el célebre senador McCarthy emprendió desde la Comisión parlamentaria de Actividades Antinorteamericanas una llamada caza de brujas contra todo aquel que fuera sospechoso de ser, por activa o por pasiva, un agente comunista soviético. Entre los investigados estaban famosas estrellas de Hollywood que ni por asomo podían ser consideradas simpatizantes de las ideas comunistas. Sin llegar ni mucho menos a estos patológicos excesos, la acusación de ser "antinorteamericano" todavía persiste: ante la situación originada por el 11-S se ha vuelto a usar (el libro de Revel es un ejemplo), y si hay guerra contra Irak, se intentará dividir a la opinión pública, nuevamente, de acuerdo con tal acusación.

La verdad es que el término siempre me ha parecido teóricamente inconsistente y su empleo -salvo algún caso, quizá, de paranoia mental- del todo gratuito. Lo argumenté en un artículo publicado en estas mismas páginas unas semanas después del atentado contra las Torres Gemelas (¿Soy antinorteamericano?, 27-IX-2001) y no quiero insistir en ello. Mi interés es analizar el otro lado de la misma moneda: ¿por qué algunos son siempre pronorteamericanos?

Conceptualmente, ser pronorteamericano es tan absurdo como acusar a otros de ser antinorteamericanos. No es una casualidad, sin embargo, que quienes efectúan tal acusación sean quienes se atribuyen a sí mismos ser pronorteamericanos. Normalmente, tales personas tienden a querer confundir el gobierno de un estado con el país al que gobierna. El pasado 19 de diciembre, en las páginas de opinión de este periódico, se publicó un sólido artículo de Bill Clinton (Estados Unidos debería liderar, no gobernar) en el cual el anterior presidente exponía las líneas fundamentales por las cuales debía discurrir la política exterior norteamericana y que eran exactamente las opuestas a las del actual presidente Georges Bush. El pronorteamericano consecuente se supone que debe estar de acuerdo con los dos, aunque ello sea racionalmente imposible. Sin embargo, intenta obviar esta contradicción con argumentos que le permiten no criticar nunca al Gobierno de Estados Unidos, sea el que sea.

¿Cuáles son estos argumentos? Normalmente, en el fondo de ellos está la idea de que el mundo está dividido en naciones y en culturas a la manera de grandes familias, es decir, están, por una parte, los nuestros, y por otra, los otros. Desde las posturas más tradicionales se nos ha enseñado desde pequeños que debemos aceptar como un dogma que la familia es una unidad y sus miembros deben ser defendidos por los demás aunque no tengan razón. "Los trapos sucios se lavan en casa", suele decirse. Pues bien, este argumento traspuesto a un orden internacional dividido en familias cuyos miembros son los Estados es la razón de fondo que late en dichas posiciones. Un ejemplo actual puede razonarse así: "Quizáes cierto que no hay ningún motivo presentable para desencadenar una guerra contra Irak; sin embargo, Estados Unidos es de los nuestros e Irak no; en consecuencia, hay que dar públicamente la razón a Estados Unidos, es uno de los nuestros".

Pero el mundo no se divide en culturas, naciones o grandes familias, sino en personas, en individuos. El valor de la vida o los derechos de una persona no dependen de la cultura, nación o familia a la que pertenezca, sino que tiene el mismo e idéntico valor en todas partes. En el mundo actual estamos destinados a convivir juntos personas de orígenes muy distintos. El peligro de perder nuestra identidad al quedar diluida por causa de la globalización no es más que un falso peligro. Por el contrario, se trata de una ventaja: el estar en contacto con personas de distinto origen nos permitirá escoger mejor nuestra propia identidad, la que vamos configurando libremente a lo largo de nuestra vida. La identidad impuesta por unos valores culturales de origen que se nos imponen obligatoriamente sin consulta previa no es más que un límite a nuestra libertad, un freno al desarrollo de nuestra propia personalidad.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

No debe haber ni pronortemaericanos ni antinorteamericanos. En realidad, no hay ni siquiera norteamericanos. Hay ciudadanos de Estados Unidos o de cualquiera de los otros Estados que son, ante todo, seres humanos, una condición universal. No olvidemos que en el atentado contra las Torres Gemelas murieron aproximadamente 3.100 personas, ciudadanos de 70 países distintos, 200 de ellos pertenecientes a Estados predominantemente musulmanes. Si algunos -creo, sinceramente, que esta vez son muchos- estamos contra una guerra en Irak no es porque seamos obsesivamente antinada o pro nada, sino simplemente porque creemos que no hay razón ni siquiera excusa para desencadenar una guerra. Como también lo creen y lo hacen público estos días tantos desacomplejados ciudadanos estadounidenses o de cualquier otra parte del mundo.

Francesc de Carreras es catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.

Archivado En