Columna

Albert

RICARDO CANTALAPIEDRA

Tengo 37 años, soy espía (siempre sin salir de Madrid) y me niego a dar más pistas sobre mí mismo, porque esta sinuosa profesión te obliga a esquivar a los partidores de piernas y a los mamones. Si soy tan sincero no es por desahogarme, sino para que ustedes se percaten del contexto. Los servicios secretos me encomendaron el jueves seguir los pasos de una boda perpetrada en el barrio de Prosperidad. Gran parte de los asistentes a la ceremonia están siendo investigados hace tiempo, por razones que no vienen al caso: los novios, los padrinos, los padres, la abuela de...

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RICARDO CANTALAPIEDRA

Tengo 37 años, soy espía (siempre sin salir de Madrid) y me niego a dar más pistas sobre mí mismo, porque esta sinuosa profesión te obliga a esquivar a los partidores de piernas y a los mamones. Si soy tan sincero no es por desahogarme, sino para que ustedes se percaten del contexto. Los servicios secretos me encomendaron el jueves seguir los pasos de una boda perpetrada en el barrio de Prosperidad. Gran parte de los asistentes a la ceremonia están siendo investigados hace tiempo, por razones que no vienen al caso: los novios, los padrinos, los padres, la abuela del contrayente, la jueza, los testigos y la mayoría de los invitados, incluido yo mismo, que me infiltré en el asunto porque tengo trucos para colarme en cualquier sarao, como ustedes deben suponer.

Tras cantar el Ave María de Schubert en los juzgados de Pradillo, ejercí de vocalista con la orquesta que amenizó la cuchipanda. Arranqué con la bonita canción que lleva por título Espérame en el cielo, corazón. Lo hice con tanta unción que los varones de la fiesta querían lincharme por engatusar a las mujeres, cosa lógica, sí, pero incierta. A partir de ahí, puro delirio, señoras y señores. No se junten ustedes con gente desmesurada y honesta, y si lo hacen, no se fíen un pelo de nadie. Casi todo el convoy nupcial (la abuela se excusó sabiamente, y también algunos escépticos) aparcó por la noche en Galileo Galilei para escuchar en directo a un artista catalán llamado Albert Pla. Tragué quina Santa Catalina, porque el tal Pla despotrica de forma arrebatadora contra lo más sagrado, es decir, contra quienes me pagan. Ese tipo es un peligro para las instituciones, una constatación del temerario efecto de los rayos albertianos sobre las margaritas y los rododendros. De hecho, la boda a la que aludí al principio se dejó fascinar por los susurros de este sastrecillo valiente de Sabadell (fue sastre antes que monstruo). Todavía hoy, domingo, algunos andan por ahí cantando salmos procaces. Pla ha traído a Madrid aromas de insurrección, belleza y muchas risas. Hay presunta premura prebélica y preelectoral, pero Albert pone a la gente chulina y amaranta (dícese de lo que incita a amar). Gracias, Pla.

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