Columna

Danzad, danzad

Me he imaginado niños que volaban por encima de los tejados de Madrid, girando y estirando unos cuerpecillos que adquirían de pronto una seguridad inédita a su vulnerabilidad, una potencia extraña a la fugacidad de su apariencia. He visto adolescentes que se quedaban suspendidos en el aire más alto de la mirada y ejecutaban posturas asombrosas que dominaban con el contenido de su belleza un espacio tan hostil a su edad. De un salto que añadía a la sólida perfección de la geometría el peligro de la fragilidad de la carne, los niños y los adolescentes que ocupaban el cielo de Madrid se posaban s...

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Me he imaginado niños que volaban por encima de los tejados de Madrid, girando y estirando unos cuerpecillos que adquirían de pronto una seguridad inédita a su vulnerabilidad, una potencia extraña a la fugacidad de su apariencia. He visto adolescentes que se quedaban suspendidos en el aire más alto de la mirada y ejecutaban posturas asombrosas que dominaban con el contenido de su belleza un espacio tan hostil a su edad. De un salto que añadía a la sólida perfección de la geometría el peligro de la fragilidad de la carne, los niños y los adolescentes que ocupaban el cielo de Madrid se posaban sobre las calles con un gesto que se concentraba en el conocimiento de sí mismos al tiempo que trascendía su pequeñez y se hacía extenso.

Vi un control de sus brazos, sus piernas, su cuello, sus glúteos, que decía algo de una liberación de su espíritu. Estaban bailando. La Consejería de las Artes de la Comunidad de Madrid había hecho una encuesta que dio como resultado el bajo interés de los más jóvenes por la danza contemporánea, así que se puso manos a la obra con la Asociación Cultural por la Danza y puso a 20.000 jóvenes y adolescentes a volar. El proyecto de promoción y difusión de la danza contemporánea se llamaba Trasdanza y, cómo no, les gustó.

España atraviesa por un bajón demográfico que la convierte en uno de los países más viejos del mundo. La gente no tiene niños. Es decir, la gente no tiene con qué tener niños: ni dinero ni ganas. ¿Cómo tener un niño que ya no trae pan bajo el brazo, sino enormes facturas de pañales desechables, leches maternizadas y cuidadoras por horas? Sobre todo, ¿cómo traer niños a este mundo tan feo e irritado, tan inestable y perdido?

Reduciendo la escala, ¿cómo traer niños a una ciudad ensordecida y asfixiada, sucia y cara, estrecha y congestionada? ¿Dónde pones al niño? En el centro de Madrid apenas se ven bebés porque los padres se ven obligados a llevar una vida extrarradio para que sus criaturas puedan, simplemente, moverse y respirar. Y después los encuentras, padres amantísimos con la bufanda a rastras, padres abnegados con la cara desencajada y el globo deshinchado, apretados delante de la fachada navideña de El Corte Inglés de Sol para que sus hijos contemplen entre empujones los iconos de su imaginación mezclados con los anagramas comerciales de su impotencia.

Pocos años después, esos bebés congestionados se tiran a la calle sin haber comprendido si Harry Potter es un trasunto literario de su fantasía o una oferta inexcusable del Carrefour. Así las cosas, tener niños se vuelve una lucha sin cuartel contra un mundo dislocado. Algo falla. Y nos hacemos viejos.

Mi abuela, casi nonagenaria, fue maestra durante cuarenta años. Por Navidad le hemos regalado la reedición de la Enciclopedia Álvarez, que hubo de manejar curso tras curso y la traslada a los tiempos en que su mal reconocida autoridad (el padre, el maestro y el jefe...) debía hacer malabares retóricos entre su sentido de la educación, formado en la Institución Libre de Enseñanza, y el contenido de esos volúmenes obligatorios, inspirado en el espíritu de la Falange y el dictado hagiográfico del Generalísimo. Entre aquella interpretación fascista y estúpida de la Naturaleza y de la Historia (merece mucho la pena hojear la Enciclopedia Álvarez para recordar de dónde venimos) y este despiporre consumista, hortera y desorientado, se ha producido ese descenso vertiginoso en la natalidad española: como si no hubiera habido solución de continuidad ideológica, no sabemos qué decir a nuestros niños, qué darles, cómo convencerles, en definitiva, de que merece la pena vivir. Ponerlos a bailar danza contemporánea es, así las cosas, una solución ideológica que supone continuidad, horizonte y estímulo. Porque antes se suponía que danzaban las niñas cursis y los niños maricas; y después, algunos raros o exquisitos.

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Ahora, me he imaginado el cielo de Madrid cruzado por niños voladores y adolescentes flexibles, atravesado por cuerpos pequeños que transforman el aire y lo llenan de gestos que subvierten su rígida geometría. He visto 20.000 niños posarse en la calle Preciados y tomar posesión de una física distinta, de una alegría difícil, de una conciencia creadora del movimiento (el Movimiento...). Y he querido que hubiera muchos niños que fueran La Ribot.

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