El grifo
Ayer abrí el grifo del agua caliente y me quedé frío porque no salió inmediatamente el habitual chorro incoloro, inodoro e insípido, sino un teatro vertical y vertiginoso de gentes y avaricias, de poses y cálculos. Apostado junto al caño, constaté que por allí pasaban, o más bien caían, todos en miniatura, aunque perfectamente reconocibles, políticos ilustres y concejales oscuros, ejecutivos de las aguas y fontaneros asesores, mercaderes de alto bordo y avispados de toda laya, navieros atlánticos y armadores mediterráneos, empresarios enamoradizos y consejeros remotos, alcaldes de pueblo y cab...
Ayer abrí el grifo del agua caliente y me quedé frío porque no salió inmediatamente el habitual chorro incoloro, inodoro e insípido, sino un teatro vertical y vertiginoso de gentes y avaricias, de poses y cálculos. Apostado junto al caño, constaté que por allí pasaban, o más bien caían, todos en miniatura, aunque perfectamente reconocibles, políticos ilustres y concejales oscuros, ejecutivos de las aguas y fontaneros asesores, mercaderes de alto bordo y avispados de toda laya, navieros atlánticos y armadores mediterráneos, empresarios enamoradizos y consejeros remotos, alcaldes de pueblo y caballeros atildados, portavoces confusos y alcaldesas entre la bruma, presidentes huidos y presidentes hallados en el templo de las ondas mediáticas, y también presidentes de grandes clubes de fútbol y de los grandes expresos europeos, concretamente de la Francia de los Bouygues, y todos con el agua al cuello.
Asustado, cerré el grifo. Segundos después ya no quedaba ni rastro de aquellas gentes bulliciosas y diversas porque se habían ido todos/as por el sumidero no precisamente de la historia, pero sí de la pila de mi cuarto de baño. Me sequé las manos con una toalla blanca y decidí regresar a la butaca, dispuesto a continuar con la lectura del Libro del Desasosiego, de Fernando Pessoa, en la nueva y muy recomendable versión de ediciones El Acantilado. Antes de volver a Pessoa, sin embargo, quise verificar si lo que acababa de vivir era una alucinación hija de las melancolías y sueños del genial escritor lisboeta. Abrí, pues, de nuevo el grifo, esta vez el del agua fría, y héte aquí que en lugar de surgir el pacífico caudal transparente y tranquilizador, se produjo una nueva invasión, no ya de próceres jibarizados, como momentos antes, sino de objetos a la escala de Liliput. Vi caer desde el agujero del grifo chalés en la Marina Alta, periódicos quebrados, alcantarillas y cloacas, emisoras subvencionadas, comisiones millonarias, gastos sin justificar, estudios de televisión embargados, revistas revenidas y muchas otras cosas que, por lo que se escucha, también podíamos acabar pagando entre todos cuando nos pasen al cobro el recibo del agua.