Tribuna:

Escándalo... democrático

Parafraseando para nuestro consumo interno el sueño Maquiavelo que evoca justo en sentido contrario el viejo sueño de Escipión y que nos recuerda Viroli, cuando me llegue la hora de la muerte prefiero compartir el infierno con García Berlanga al paraíso con García Gasco. Y lo digo ya, para que así le conste a quien corresponda. Los dos son García, pero no es lo mismo. El segundo representa la estrechez de miras, la intolerancia y la pasión por dominar, cuando no directamente el tedio propio de los beatos y los santos. El primero, me sugiere sin embargo a ese tipo humano del renac...

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Parafraseando para nuestro consumo interno el sueño Maquiavelo que evoca justo en sentido contrario el viejo sueño de Escipión y que nos recuerda Viroli, cuando me llegue la hora de la muerte prefiero compartir el infierno con García Berlanga al paraíso con García Gasco. Y lo digo ya, para que así le conste a quien corresponda. Los dos son García, pero no es lo mismo. El segundo representa la estrechez de miras, la intolerancia y la pasión por dominar, cuando no directamente el tedio propio de los beatos y los santos. El primero, me sugiere sin embargo a ese tipo humano del renacimiento inspirado en Bocaccio y en el mismo Nicolás Maquiavelo; es el ingenio, la sensibilidad, el carpe diem y la dolce vita irreverente. En ese infierno podré releer sin censuras los libros de su colección La sonrisa vertical y ver otra vez las películas del ciclo Scandale de la XXIII Mostra de Cinema del Mediterrani concluida hace unas semanas entre los alaridos tribales de nuestro Monseñor ("a mí, que no me toquen a la Virgen María" o "si hubiéramos sido musulmanes, entraríamos en guerra", G. Casco dixit), de la Concapa-CV, de la Asociación de Juristas católicos, del Presidente de la Cámara de Comercio de Valencia, o del siempre al acecho Opus Dei, entre otras fuerzas vivas del fundamentalismo católico valenciano. Y veremos tranquilamente La vaquilla, y Bienvenido Mr. Marschall y El Verdugo, sobre la que por cierto acaba de salir en una edición cuidada de Tirant lo Blanch un libro interesante y documentado del profesor Mario Ruiz.

Y sí, son fuerza vivas en el sentido literal de la expresión, sólo algo adormecidas durante los tiempos de Felipe González o de Joan Lerma. Porque, en efecto, en estos últimos años, hemos asistido al resurgir preocupante de un confesionalismo católico animado sin duda por las mayorías absolutas del Partido Popular, ocupando cátedras, Jefaturas de Gabinetes de ministros Molt Honorables con una sobrevenida, a la par que sospechosa, sensibilidad social, ámbitos importantes de la Judicatura y puestos relevantes de la Administración. Son elementos activamente confesionales, sin el velo de neutralidad imprescindible que exige el carácter laico de nuestro Estado. Actúan en la vida pública, desde sus ámbitos de responsabilidad particulares, condicionados decisivamente por su pertenencia activa a una confesión religiosa, sin entender que dicha pertenencia, a estos efectos, no debiera ser nada distinto de ser socio de un club de tenis o aficionado del Real Madrid o del Valencia.

Y es que, la Iglesia Católica institución sigue sin aceptar, después de 25 años de democracia, su ámbito propio en el marco del Estado social y democrático de Derecho que propugna nuestra Constitución, que no es otro que la privacidad de las personas y la libertad de los cultos, es decir, la ética privada individual (la vieja libertad de conciencia, el primer derecho de la historia), de un lado, y el derecho de las distintas confesiones, y entre ellas naturalmente de la católica, a expresarse libremente en sus iglesias o, a través del ideario, en sus colegios, del otro. Esta segunda dimensión exige a la vez, aunque esto lo ha olvidado también la Iglesia Católica, asumir la responsabilidad principal de su financiación que deriva de una mayoría de edad sobradamente cumplida y que no le debiera permitir ya guarecerse bajo las faldas del Concordato, fuertemente condicionado por la Constitución.

A partir de aquí, debe levantarse una barrera que proteja la libertad de todos, incluidos los agnósticos y los ateos, así como las reglas y los cauces para la legítima toma de decisiones en una sociedad democrática; la imprescindible separación entre la Iglesia y el Estado, que es una conquista básica de la modernidad, no es otra cosa que esto: un muro de contención que evite de un lado la persecución religiosa de los creyentes, sean de la confesión que sean, por parte del Estado o por parte de las otras confesiones, pero de otro y al tiempo, que garantice que la ética pública democrática no se vea adulterada cuando no directamente sustituida por una ética privada particular, en este caso de la Iglesia católica, por mucho pedigrí histórico que tenga.

Frente a esta evidente máxima democrática de la separación entre la Iglesia y el Estado, nuestra Iglesia católica, española y valenciana, no abandona sus pretensiones maximalistas de impregnarlo todo, como si Franco no hubiera muerto. Se han reactivado las reclamaciones perennes e insaciables, propias de quien desconoce cuál es su lugar: doctrina católica en las escuelas públicas como materia incluso evaluable, freno a las investigaciones científicas con fines terapéuticos si afectan de alguna manera a la integridad del concepturus, condena de la homosexualidad como opción antinatural y depravada; rechazo fatalista de los métodos artificiales anticonceptivos, aunque sean garantía de salud...

Y todo esto se hace, si se observa, siguiendo dos estrategias diferentes, pero muy complementarias, bien repartidas según la personalidad del actor y su lugar en la vida pública: una primera, digamos tradicional, propia del que podríamos llamar el fundamentalista sincero, consistente en defender abiertamente esas propuestas que están sin duda más cerca de la ocurrencia que de la idea, y por supuesto del dogma que de la justificación racional y democrática; es lo que hace la Iglesia, sus obispos y sus fieles más intransigentes. La segunda, más novedosa y peligrosa por lo que tiene de apropiación indebida, se produce en el ámbito del poder (principalmente, político y judicial) y conduce a combinar enmascaradamente ese mismo autoritarismo y la ausencia real de sensibilidad, en los actos y en las normas (por ejemplo, la vigente ley de extranjería), con un discurso perfecto, incluso habermasiano o rawlsiano desde el punto de vista constitucional. Se han apropiado de la constitución y de sus nobles valores, para negarlos deliberadamente con sus leyes y con sus actos. Se les llena la boca de constitucionalismo, de derechos humanos, de libertad, de igualdad, de solidaridad, incluso de ética para todo, en los negocios y hasta en el consumo, al tiempo que se olvidan conscientemente de Kant aunque lo citen, de ese Kant del que conmemoramos en este año el bicentenario de su muerte, y de sus máximas principales, a saber: el fin nunca justifica los medios; el valor último de la libertad (moral y real; no de la metafísica), y la no cosificación de las personas; del hombre como fin en sí mismo, que nunca debe ser tratado como un medio y que está en la base de la democracia constitucional, en esto sí, liberal.

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Atención al respecto con Francisco Camps. A propósito del grito intransigente de Monseñor García Gasco sólo supo decir que es responsabilidad de la Mostra elegir las películas. Me temo que su candidez querida en este punto le lleve también en su día al paraíso. ¿Me encontraré a Pla en el infierno?...

José Manuel Rodríguez Uribes es profesor titular de Filosofía del Derecho de la Universidad de Valencia.

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