Crónica:A PIE DE PÁGINA

Un recodo del río que sonríe a las palomas

Como vivo en una planta baja abro la ventana y veo a las palomas. Hace meses que no hago casi nada salvo abrir la ventana y ver a las palomas.

La calle acaba en un muro al lado de nuestra casa, unas escaleras, en un ángulo del muro, llevan a un patio de casitas bajas, las personas que viven aquí son casi todas viejas y nos conocen desde siempre así como conocieron a mis padres y a mis suegros, esto parece un barrio traído de provincias y colocado, quién sabe por qué, en medio de la ciudad, hasta las fachadas, hasta las tiendas, y lo que más tenemos son gatos vagabundos que hacen nido en...

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Como vivo en una planta baja abro la ventana y veo a las palomas. Hace meses que no hago casi nada salvo abrir la ventana y ver a las palomas.

La calle acaba en un muro al lado de nuestra casa, unas escaleras, en un ángulo del muro, llevan a un patio de casitas bajas, las personas que viven aquí son casi todas viejas y nos conocen desde siempre así como conocieron a mis padres y a mis suegros, esto parece un barrio traído de provincias y colocado, quién sabe por qué, en medio de la ciudad, hasta las fachadas, hasta las tiendas, y lo que más tenemos son gatos vagabundos que hacen nido en el patio y, claro, las palomas y yo que las veo desde la ventana. Hay ocasiones en que me pregunto si veo a las palomas u otra cosa más allá de las palomas, mi marido, mi hijo, mi padre en la acera del bar, discutiendo con sus compañeros de las quinielas el lugar de las crucecitas. Hay ocasiones en que me pregunto si veo a las palomas u otra cosa más allá de las palomas: mi vida, por ejemplo.

La fotografía de la boda en la habitación. La cama con esferas de cerámica en la cabecera de metal amarillo. Esferas de cerámica con el mismo paisaje pintado, una acequia, un río. Duermo con más de veinte acequias y veinte ríos junto a las cejas. El tiempo

creo que el tiempo

ha ido descascarando algunos de ellos y ha vuelto pálidas las acequias pero me siguen llegando ríos. A veces, con la lluvia, se estremecen contra el metal. Desde hace siglos sólo la lluvia hace vibrar a los ríos. Los domingos, cuando nos levantamos más tarde, me entretengo haciéndolos girar con el índice o deslizar a lo largo de los tubos de metal amarillo. Falta un botón en la chaqueta del pijama de mi marido: un día de éstos seguro que aparece entre los cojines del sofá donde suelo encontrar capuchones de estilográfica, monedas, un pañuelo de papel, cosas así. Nada importante. Puede ser que descubra una paloma en lugar del botón del pijama y la lleve allí fuera, junto con las otras, con ese aspecto afanoso y diligente que ellas tienen. Por la noche duermen en las barandas de los balcones de los últimos pisos y se convierten también en esferas de cerámica, sólo que no logro hacerlas girar con el índice, hacer girar los paisajes pintados en la barriga, una acequia, un río. El pecho de mi marido sube y baja en el espacio sin botón del pijama: me parece que un paisaje igualmente pintado en las costillas

(la acequia, el río)

me acerco a comprobar mejor y me he equivocado, la piel que respira, unos pelos, unos lunares, nada. Nada, no: un resto de agua de colonia que se desvanece tal como se desvanecen la acequia y el río. Se quedan las palomas, de modo que más temprano, incluso antes del almuerzo, abro la ventana y las veo, circulando entre automóviles estacionados, algunos con fundas de tela a la espera del domingo. Debido a que la calle acaba en un muro, el domingo es de las raras cosas que llegan. Es decir, el domingo son los automóviles que se marchan por la mañana y vuelven a la hora de cenar. Las palomas permanecen, como tú permaneces con el pijama sin botón y yo de espaldas a ti sumando silencios. Tengo una colección enorme de silencios. ¿Qué ocurriría si fuese capaz de gritar? No soy persona de gritos, gracias a Dios no soy persona de gritos. Si me apetece gritar hago que gire una esfera de cerámica. Puede ser que en una ocasión de éstas la acequia grite por mí, no un grito grande, es lógico, sino un susurro desvaído. ¿Quién lo oirá? Mi madre

-¿Qué ha sido eso, hija?

y yo, fingiendo no haberme dado cuenta de nada

-Nada, señora, tranquila

tapo el río con la mano abierta, sin darme cuenta de que en la fotografía de la boda la novia comienza a abrir la boca y tengo miedo de que nadie sea capaz de hacerla callar. No tiene importancia: hasta la hora de cenar no hay personas en la calle a no ser las palomas, pobres, que se asustarán conmigo. Tampoco tiene importancia: con unos bocados de miga de pan acaban volviendo, olvidadas del susto. Como mi madre suele decir, las cosas siempre se arreglan y la novia habrá de cerrar la boca en el marco. Allí está ella sonriendo. Sin ruido alguno. Como yo. A las palomas. Yo, de espaldas a todos vosotros, tan tranquila, sonriendo a las palomas. Sonriendo a las palomas. Palabra de honor que sonriendo a las palomas. Muda, con los labios apretados, sonriendo a las palomas.

Traducción de Mario Merlino.

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