Columna

El fantasma de Riquelme

El miércoles, durante el partido Barcelona-Lokomotiv de Moscú, un alma en pena estuvo vagando por el Callejón del 10 en el Camp Nou. Llevaba cadena forjada, uniforme oscuro, libro de instrucciones y esa expresión entre vacía y triste que siempre distinguió a los espectros de opereta. Era Juan Román Riquelme.

Los seguidores del Boca Juniors nunca le habrían reconocido a pesar de sus pecas, sus pómulos, su lustroso flequillo amazónico y su inconfundible porte de cacique. Y ellos, precisamente ellos, sabían como nadie que en su mundo la brillantez sólo es compatible con la libertad....

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El miércoles, durante el partido Barcelona-Lokomotiv de Moscú, un alma en pena estuvo vagando por el Callejón del 10 en el Camp Nou. Llevaba cadena forjada, uniforme oscuro, libro de instrucciones y esa expresión entre vacía y triste que siempre distinguió a los espectros de opereta. Era Juan Román Riquelme.

Los seguidores del Boca Juniors nunca le habrían reconocido a pesar de sus pecas, sus pómulos, su lustroso flequillo amazónico y su inconfundible porte de cacique. Y ellos, precisamente ellos, sabían como nadie que en su mundo la brillantez sólo es compatible con la libertad. Para disfrutar de él había que desentenderse, olvidarle, permitirle que merodease sin compromiso por las esquinas del campo. Quien quisiera descubrir lo mejor de su juego debería aceptar su aire ausente, esa falsa desgana de la que se valieron algunos de los más grandes deportistas de la historia para intervenir en el minuto crítico de los campeonatos.

Dicho en el lenguaje del fútbol, para verle aparecer, primero había que tolerar sus desapariciones. Porque Juan sólo tocaba bien cuando jugaba a su manera.

Y ahora estaba aprendiendo a jugar al dictado. La razón era un secreto a voces: como muchos de sus colegas, Louis van Gaal quiere convertir el juego en materia previsible. Forma parte de una escuela mecánica que nunca entendió muy bien a los futbolistas diferentes. Para él, la habilidad deportiva es sólo una dudosa expresión de la habilidad circense, lo cual implica que, a su juicio, todos los grandes artistas suramericanos, llámense Rivaldo, Romario o Riquelme, estén bajo sospecha.

Nunca sabremos si su terquedad es una cuestión de carácter o de ignorancia. Quizá sepa que cada partido es una suma de incidentes en la que cualquier episodio puede ser decisivo, pero se limita a dar a cada problema la solución que recomienda el colegio de entrenadores. Repasa la lección, tira de regla, cuadricula el campo y asigna a cada cual su parcela y su hoja de libreta. Para él, todo improvisador es simplemente un transgresor, así que castiga sin remilgos el más leve intento de forzar la trama o de cambiar el plan. En resumen, aplica a cada disidente la versión más dura que se conoce de disciplina holandesa: quien se mueve no sale en la foto del equipo titular.

Ahora ha vuelto a encerrarse en su cara, su armadura y su molino. Rodeado por una corte de auxiliares ciegos, confidentes sordos y contables mudos, vive prisionero de su manual y en él tiene prisionero al Barcelona.

Las consecuencias de su tozudez son alarmantes. Es un hecho que Juan Riquelme ya no lleva la pelota cosida al pie: lleva una bola de plomo soldada a la bota.

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