Crítica:

Belleza física

El catedrático de física Antonio Ruiz de Elvira no se cansa de repetir que la física tiene por objeto desvelar la belleza implícita en la Naturaleza. El más grande de los físicos, Isaac Newton, fue capaz de plasmar esa belleza formulando las leyes de la mecánica del universo, no es por tanto extraño que un físico, como Keiji Kawashima (Fukushima, 1963), que se ha convertido después en artista plástico, se obsesione con la idea de poner en evidencia la belleza armónica por medio de una especie de movimiento perpetuo, como aquel que debe regir la órbita de los planetas. Sus obras, como si se tra...

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El catedrático de física Antonio Ruiz de Elvira no se cansa de repetir que la física tiene por objeto desvelar la belleza implícita en la Naturaleza. El más grande de los físicos, Isaac Newton, fue capaz de plasmar esa belleza formulando las leyes de la mecánica del universo, no es por tanto extraño que un físico, como Keiji Kawashima (Fukushima, 1963), que se ha convertido después en artista plástico, se obsesione con la idea de poner en evidencia la belleza armónica por medio de una especie de movimiento perpetuo, como aquel que debe regir la órbita de los planetas. Sus obras, como si se tratara de una ilustración científica, simplemente muestran los efectos armónicos del movimiento.

KEIJI KAWASHIMA

Galería Salvador Díaz Sánchez Bustillo, 7. Madrid Hasta el 30 de octubre

Los apabullantes recursos de la tecnología posmoderna, que han invadido los ámbitos del arte actual como un elefante entrando en una cacharrería, no han logrado más que sembrar el mundo artístico de grosera vulgaridad, por eso llama la atención contemplar un arte tecnológico (y el de Kawashima realmente lo es) que no trivializa las imágenes y distorsiona los colores, que no juguetea con las deformaciones y los efectos, que no aburre con insustanciales ritmos discotequeros, que, por el contrario, muestra sutilmente algo de esa belleza que está implícita en la naturaleza de las cosas. Por ejemplo, en la oscilación de una cuerda o en la rotación continua de una cadena.

Con pasmosa parsimonia, un pequeño motor eléctrico hace girar un eje que mueve largas columnas de cadenas paralelas que conforman una instalación construida en el espacio de acceso a la galería. El fenómeno de ver correr una cadena no tiene ningún misterio, pero el conjunto de todas las cadenas rotando a la vez, con un débil parpadeo, es un buen preludio para introducirse en la exposición, ya que en la nave interior se halla una enorme obra, que ocupa etéreamente todo el espacio, en la que una serie de motores ubicados en el suelo hacen girar al unísono unas gomas elásticas que cuelgan del techo. Su contemplación muestra el fenómeno del movimiento de las cuerdas armónicas que producen el sonido en un instrumento musical. Como en aquella metáfora de la música de las esferas, aquí el sonido no es audible pero la armonía se manifiesta con toda su belleza visual, las ondas se materializan en trayectorias senoidales que sí son perceptibles por el ojo. Por así decirlo, la obra permite ver, como en una cámara lenta, el fenómeno sonoro, de la misma manera que un libro de física presentaría las curvas senoidales para explicar de qué manera vibran las cuerdas. En realidad, ése parece ser el propósito del artista: hacer visible lo inefable.

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