Columna

Terapia visual

Excepto para los amores y los sueños, desde muy joven, necesito gafas para casi todo. Sin embargo, lo que me está pasando ahora con las dioptrías y la política es algo absolutamente nuevo.

Tengo presbicia. Cosas de la edad, dirán. Sí, pero no sólo. Antes, mis gafas de cinco dioptrías me servían igual para ver cómo se lo montaba Bill Clinton en Estados Unidos, que para observar cómo se lo hacía José María Aznar en España.

Ahora no. Para comprobar cómo Georges W. Bush despliega la maquinaria de guerra tras los pozos de petróleo prefiero mis nuevas gafas de seis dioptrías. Es tal el...

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Excepto para los amores y los sueños, desde muy joven, necesito gafas para casi todo. Sin embargo, lo que me está pasando ahora con las dioptrías y la política es algo absolutamente nuevo.

Tengo presbicia. Cosas de la edad, dirán. Sí, pero no sólo. Antes, mis gafas de cinco dioptrías me servían igual para ver cómo se lo montaba Bill Clinton en Estados Unidos, que para observar cómo se lo hacía José María Aznar en España.

Ahora no. Para comprobar cómo Georges W. Bush despliega la maquinaria de guerra tras los pozos de petróleo prefiero mis nuevas gafas de seis dioptrías. Es tal el horror, que necesito unos cristales más gordos para blindar mi mirada ante semejante panorama, tal vez porque me obliga a estirar los brazos para leer el periódico y guardar un poco la distancia ante informaciones tan repugnantes.

En cambio, para observar cómo Aznar le hace la pelota al emperador me basta con unas gafas de cuatro dioptrías y si me apuran, casi no necesito gafas. Me acerco un poco más al periódico y le veo venir de lejos y lo que es peor, de tan cerca que se queda, aunque me produzca un comprensible rechazo, casi, casi, le leo el alma.

Con todo, lo más grave no es esto. Intentando mitigar la tortura a la que me someten mis hijos adolescentes con el dichoso Popstars, he encontrado mi vía al conocimiento catódico. El asunto es que he extendido esta extraña perversión de las gafas a los telediarios. Con mis gafas de lejos, y un interés no exento de zozobra, sigo las informaciones de política internacional. Por el contrario, a la hora del Popstars y de los publireportajes de Aznar y sus delfines, casi sin darme cuenta me pongo las gafas de cerca. Evidentemente lo veo todo más borroso. Sí, pero mejor. No lo puedo evitar, así le encuentro una poética especial al telediario. Es algo parecido a esos cuadros desenfocados que pintaba Joan Antoni Toledo en su etapa de madurez y que parecían estar difusamente inspirados en las imágenes de la revista Hola.

La semana pasada, sin ir más lejos, miraba el telediario con mis gafas de cuatro dioptrías y donde se supone que hablaba Aznar, yo veía un señor con un bastón en la mano, vestido de azul con su camisita y su canesú y que me recordaba al mismísimo Caudillo. Lo peor no es que lo pareciera, sino que debía de serlo, porque al día siguiente leía el periódico con las gafas de cerca y en una página, su ministra de Cultura y Educación explicaba el recorte de becas y en la página siguiente la misma señora justificaba las subvenciones a la Fundación Francisco Franco.

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Así que estoy por defender la miopía voluntaria como modo de aproximación a la realidad. Si los pintores desenfocan los rostros y en el teatro se juega con el distanciamiento brechtiano, ¿por qué no rebajar las dioptrías ante una realidad tan obscena? Se lo conté a mi psicoanalista de cabecera y, como siempre, se limitó a soltar una de esas forzadas tosecillas por las que se lleva casi la misma pasta que cobro yo por este artículo. Sin embargo, quedé tan reafirmado en mi terapia visual, que este fin de semana he seguido las evoluciones de Eduardo Zaplana en el Congreso del PP con una venda en los ojos y ¡milagro!, lo he visto todo meridianamente claro.

Delia, mi oculista, me ha recomendado unas gafas que se llaman progresivas, pero francamente, tal como están las encuestas, no sé si me está hablando de la vista o de política.

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