Columna

Lavaderos

La lavadora tiene una ventana redonda por la que el niño contempla su funcionamiento. La ropa gira en círculo, con lenta cadencia en sus tareas primeras de aclarado y limpieza, y a su compás brinca la pelotita roja que la madre puso entre las sábanas blancas para que el niño se distrajese. Pero cuando llega el momento vertiginoso del centrifugado, en que la agitación del tambor contagia a la máquina, como el niño pierde de vista la pelotita, se desplaza a gatas por la habitación reclamando a su madre.

Su llamada alerta a la vecina, que le cierra la salida. La casa del niño da a un pasil...

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La lavadora tiene una ventana redonda por la que el niño contempla su funcionamiento. La ropa gira en círculo, con lenta cadencia en sus tareas primeras de aclarado y limpieza, y a su compás brinca la pelotita roja que la madre puso entre las sábanas blancas para que el niño se distrajese. Pero cuando llega el momento vertiginoso del centrifugado, en que la agitación del tambor contagia a la máquina, como el niño pierde de vista la pelotita, se desplaza a gatas por la habitación reclamando a su madre.

Su llamada alerta a la vecina, que le cierra la salida. La casa del niño da a un pasillo donde se alinean las viviendas con el interior medio oculto por unas cortinas. Los vecinos se cruzan varias veces al día en el pasillo, confraternizan o discuten y, en los meses de la canícula, sacan las sillas al fresco. Hubo veranos en que se vistieron como los antiguos moradores de las corralas y compartieron la función de zarzuela que unos artistas habían montado en el patio con el permiso del Ayuntamiento y ante el público que pagaba por el espectáculo. Su trabajo consistía en acodarse al balcón corrido y acompañar con palmadas la canción del coro cuando Atenedoro encontraba la cuerda de la guitarra. Luego se retiraban a sus cuartos con la prohibición de encender la luz, y desde ahí oían, pero no veían, la vehemencia de Felipe y Mari-Pepa en el célebre dúo del querer castizo.

De esa vehemencia nacieron críos como el que ahora busca a gatas a su madre frente a la vecina que se lo impide diciendo: 'Niño curioso'. Pero lo habitual en estos vecinos -y eso resulta imposible de ocultar ya que traspasa los delgados tabiques de los hogares- no es la convivencia armoniosa, sino la reyerta, la blasfemia, la amenaza, el chasquido de la bofetada, y el grito que lo mismo puede indicar júbilo que dolor, y tras el cual la familia sale urgentemente de su cuchitril zarandeando la cortina de la puerta, cruza el patio y toma el paseo de las Acacias, ese trozo de Madrid que ha tenido tantos nombres como barrios comprendía -Injurias, Peñuelas, Cambroneras-, y donde el héroe suele ser el golfo que vive de la busca o la descarriada arrimada al chulo que a los dos días se cansa de protegerla y le marca la cara con la navaja por un presentimiento.

Por este paseo de las Acacias regado por el desagüe de los barrios altos, la familia baja como un torrente que afluyera al Manzanares: delante, el padre sosteniéndose la gorra; detrás, la madre del brazo de la hija; renqueando, los tíos con el benjamín, y la abuela cerrando la comitiva con la fatiga de sus cien kilos de peso. Pronto avistan el río y el fielato y la pincelada de la Ermita del Santo y las sacramentales. Pero nada de esto interesa a los presurosos, sino esa lavandera que, como todas las semanas, se les llevó de casa la cesta de la ropa sucia y la devolverá planchada. La familia la distingue entre el grupo de esforzadas en los lavaderos del puente de Toledo, y con alivio observa que ocupa su cajón y aún no ha tendido. 'Una desgracia -le grita el patriarca-, una desgracia'. Y le suplica que pare, como Josué al sol.

Hay una estampa antigua de la lavandera de Madrid en traje de fiesta: la falda larga, el zapato elegante y la pañoleta que enmarca el rostro, con el lío de ropa por montera. Con ese vestido esta lavandera amortajó a su madre, ella ahora viene de trapillo al río porque son tiempos democráticos, y al escuchar la alarma de la familia despega las manos de la tabla y alza los ojos de gavilán. El patriarca llega hasta ella medio cayéndose por el terraplén, el sofoco le impide expresarse. Pero la lavandera adivinó a lo que viene y con malicia aguarda su petición, saboreando la recompensa futura. Al fin, la lavandera se descara el escote y muestra un billete de lotería muy arrugado. El patriarca aplaude el rescate: '¡Viva la madre que te parió!'. No sabe todavía si está premiado, pero retribuye a la mujer con rumbo de padrino de bautizo, igual que si fuera el gordo.

En estos lavaderos flotan los billetes de lotería y de dinero que sus dueños olvidan dentro de la ropa sucia. También las pelotas de trapo o de goma que los chicos cuelan por las alcantarillas y terminan en el Manzanares. De ahí las recogen las lavanderas para que jueguen sus hijos, y en la misma corriente desemboca un día esa pelota de color rojo que se introduce en una lavadora para que el niño se entretenga con sus vaivenes y no irrumpa en casa de la vecina alcahueta cuando su madre es zarandeada y oprimida por el cliente, igual que ropa lavada, a cambio de un billete de dinero o de lotería.

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