Columna

Postales

Mi amiga presume de madrileña, pero en agosto busca otras geografías y me deja en la capital de buzón. Sus primeras postales me llegan rápido, yo creo que las echa en el tren de Arganda, que pita más que anda, o en el aeropuerto donde su avión hace escala, porque las encuentro en mi casillero cuando acabo de despedirla, como quien dice. Pero ya las siguientes proceden de la ciudad elegida para su veraneo: Locarno, Boston, Escandinavia, Singapur, Petra, Wyoming, Fez, Vancouver, Benarés, Nueva Zelanda... Y éstas las suelo recibir después de que ella haya regresado y, algunas, cuando acumula foll...

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Mi amiga presume de madrileña, pero en agosto busca otras geografías y me deja en la capital de buzón. Sus primeras postales me llegan rápido, yo creo que las echa en el tren de Arganda, que pita más que anda, o en el aeropuerto donde su avión hace escala, porque las encuentro en mi casillero cuando acabo de despedirla, como quien dice. Pero ya las siguientes proceden de la ciudad elegida para su veraneo: Locarno, Boston, Escandinavia, Singapur, Petra, Wyoming, Fez, Vancouver, Benarés, Nueva Zelanda... Y éstas las suelo recibir después de que ella haya regresado y, algunas, cuando acumula folletos para sus próximas vacaciones.

Ese retraso de la correspondencia disgusta a mi amiga porque quiere dejar constancia de sus desplazamientos, y quizá le sirvo de referencia para no sentirse desarraigada. Supongo que los desfases del correo no se deben al servicio, sino a que mi amiga desconoce los mecanismos de la planificación, algo que yo retengo desde mi época de prosoviético y que ella, por su insultante juventud, ignora. Me basta averiguar de antemano su itinerario y la red de alojamientos para colocar mis postales a plazo fijo. Actúo, si se me permite la comparación, como un general con su infantería. De forma que cuando mi amiga llega, pongamos por caso, a Moscú, y se le ocurre dar una vuelta por la plaza Roja -quizá con el propósito de adquirir un gorrito y alabarme la bondad de la temperatura-, el recepcionista del hotel le entrega la postal que yo le remití desde Madrid para cuando se animara a descubrir la capital del proletariado. Y eso a mi amiga la desarma tanto como pisar el Mozarteum.

Estos detalles míos, de educación un poco antigua, la halagan, pero eso no quiere decir que asuma el contenido de mis postales, pues sospecho que las mete en la maleta sin mirarlas. Ella, en cambio, está convencida de que las suyas me hacen envidiar los sitios que visita, y lo cierto es que me alegro de que se lo pase bien, pero no hallo en sus mensajes el revulsivo para dejar mi ciudad en este mes excepcional, donde además de las ventajas de encontrarme sin apreturas está la soledad del sitio hecho para estar poblado.

Por ello, a los dos días de que mi amiga recale en las islas Seychelles, una postal mía le evoca el sabor de la noche de agosto en la calle de Martín de los Heros y el paisanaje de los cines. Y sé que me arriesgo cuando le mando una panorámica de la procesión de la Paloma en la calle de Calatrava, porque si la recibe rodeada de búfalos, como la adorable protagonista de Hatari, o de sirenas como Esther Williams, le resultará extravagante aplicar a su paisaje selvático o marítimo el que le propongo de limonada y parpusa.

Pero es precisamente eso lo que procuro: suscitarle por Madrid una devoción parecida a la que ella pretende inspirarme con los Andes, Kabul o la Ciudad Sagrada o Misteriosa, que vaya usted a saber lo que inventan los publicitarios del turismo para camelar a tanto ávido de emociones fuertes. De ahí que cuando le dirijo una postal al Himalaya o a Addis Abeba, le describo el Museo del Prado como si fuera el Partenón y le sitúo el Manzanares al nivel de las cataratas del Niágara. Y no sólo me esmero en que mi postal llegue a sus manos cuando debe ser, sino que exalto el exotismo de Madrid como si el Rastro fuera un mercado persa y la plaza Mayor un acueducto, y digo para excitarle las pajarillas que en el agosto de Madrid las cosas se quitan la piel con que en los otros meses se cubren.

Todo como si yo estuviera interesadísimo en traérmela a esta solanera y vestirla de chula y plantarle un clavel en la frente, en la boca un churrito y en la oreja la música de organillo, cuando lo cierto es que Madrid en agosto da miedo de lo vacío que se queda, con tanto piso deshabitado y tanta calle desierta y tanto aparcamiento sin voz ni voto, y ahora entiendo por qué nuestra patrona cae en este mes, ya que por eso se llama la Virgen de la Soledad.

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Desde la piscina de mi barrio, despoblada y silenciosa, reflexiono en las consecuencias de este juego que nos traemos. Si nos hiciéramos caso, el año que viene mi amiga se quedaría en Madrid, y yo, en sentidas tarjetas desde Botsuana, Seúl o Bariloche, le agradecería que me regara las plantas de la terraza. La verdad es que tanto en la capital como en el extranjero, mi amiga y yo estamos bastante solos. Pero hasta que no decidamos otra cosa, tendremos en vacaciones que mandarnos postales.

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