Columna

Armonía

Hace doscientos veinte años, Mozart escribía a su padre en una carta que el mundo sería una cosa muy distinta si los hombres pudiesen percibir el auténtico poder de la armonía. Mozart se refería a la armonía musical, que, igual que la otra, los hombres parecen haber esquivado maniáticamente a lo largo de su historia. Pocas veces los sonidos han estado acordes con el corazón, y esa parcela del arte ha servido también para que unas sectas se opongan a otras y cada cual afile su puñal por debajo de la capa. A principios del siglo XVIII, en Francia, los partidarios de la música italiana se enfrent...

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Hace doscientos veinte años, Mozart escribía a su padre en una carta que el mundo sería una cosa muy distinta si los hombres pudiesen percibir el auténtico poder de la armonía. Mozart se refería a la armonía musical, que, igual que la otra, los hombres parecen haber esquivado maniáticamente a lo largo de su historia. Pocas veces los sonidos han estado acordes con el corazón, y esa parcela del arte ha servido también para que unas sectas se opongan a otras y cada cual afile su puñal por debajo de la capa. A principios del siglo XVIII, en Francia, los partidarios de la música italiana se enfrentaban a los de la música francesa y se acusaban unos a otros de degenerados, estúpidos y ciegos; a comienzos del siglo XXI, en Israel, un director era interrumpido en mitad de un concierto porque su público consideraba que la partitura que acababa de iniciar ensuciaba su acendrada conciencia moral. Daniel Barenboim, que era aquel sorprendido individuo de la batuta, se agachó hasta el borde del escenario y defendió durante media hora que las composiciones de Wagner eran tan inocentes de Auschwitz como las nubes, pero los espectadores le hicieron el mismo caso que a los cuatro compases que había logrado entonar la orquesta.

Barenboim, como Mozart, debe de sentir que la música sirve más para tender puentes que para sabotearlos, y por eso está ahora en Sevilla dirigiendo los ensayos de una formación de intérpretes árabes e israelíes, dentro de un proyecto de reconciliación conocido como West Eastern Divan. Tal vez su iniciativa no posea un valor mayor que el del gesto, pero es un gesto de una macabra belleza: el director coloca sobre el escenario a las mismas gentes que se matan en las esquinas de las ciudades, pero en vez de fusiles les otorga violines y trompas, con lo que sustituye el odio, la rabia, las amenazas, por sonidos que pueden ayudarles a hallar un atajo hacia la amistad. En Las bodas de Fígaro, Mozart consiguió que la violenta discusión de ocho personajes se convirtiera en un monumento al unísono y la armonía; quizá Barenboim, desde Sevilla, le siga los pasos y se atreva incluso a perpetrar una melodía de Wagner.

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