Columna

La tortilla

El planteamiento viene de antiguo y se expone venga o no a cuento y a ver si cuela, como la llantina de un mimoso. Hoy ese planteamiento se escucha en la mesa bien surtida -pata de jamón, fuente de langostinos- de un reservado de Zalacaín, Horcher o Jockey. El comensal más brillante sugiere al ministro en nombre de sus compañeros: 'Ajustemos las plantillas: los veteranos piden más que dan y los jóvenes no están en disposición de pedir'. El ministro indaga: '¿Qué ganamos con eso?'. Y le responden a capella virtuosa: 'Los contratos fijos se harán canijos, y el mercado del parado se verá a...

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El planteamiento viene de antiguo y se expone venga o no a cuento y a ver si cuela, como la llantina de un mimoso. Hoy ese planteamiento se escucha en la mesa bien surtida -pata de jamón, fuente de langostinos- de un reservado de Zalacaín, Horcher o Jockey. El comensal más brillante sugiere al ministro en nombre de sus compañeros: 'Ajustemos las plantillas: los veteranos piden más que dan y los jóvenes no están en disposición de pedir'. El ministro indaga: '¿Qué ganamos con eso?'. Y le responden a capella virtuosa: 'Los contratos fijos se harán canijos, y el mercado del parado se verá alterado, con demanda saltarina y una oferta sibilina'. 'Así se canta -jalea el ministro-, pero cómo lo servimos al que nos vota'. El comensal más brillante le alarga un platito: 'Con mantequilla, naturalmente'.

El coche oficial sale de Jockey, Horcher o Zalacaín -¿timbal de zanahorias?-, toma el paseo de la Castellana, y por la plaza de San Juan de la Cruz llega rápidamente a su destino. '¡Qué bueno que viniste, ministro!', saluda el cuerpo de guardia. 'Con el poder no hay atascos', comenta el chófer. El ministro sube en ascensor a su despacho, convoca, telefonea. Un ejército de licenciados cincela las palabras del decreto. El ministro lo lee. Cuando el ministro mira por el ventanal de su despacho sale el suburbio. Cuando en el suburbio miran la televisión sale el ministro.

Con el borrador del decreto, el ministro vuelve a un reservado de Horcher, Zalacaín o Jockey -¿volován de puturrú?- cuando en Fuencarral, Hortaleza y San Blas, la plantilla está en los bares -¿cortezas al alioli?-. Todos brindan al sol y el decreto se tramita. Vuela por Aluche, Orcasitas y Entrevías la hoja donde aparece publicado. Él solía decirle a ella: 'Tengo ganas de dejarlo'. Y ella le contestaba: '¿De qué vamos a vivir?' En la televisión proclama un cura con un tarro de mantequilla: 'Hemos inventado el vivir sin trabajar'. Parece una octavilla, pero es una norma. En Vallecas, Moratalaz, Vicálvaro -¡a la rica panceta!-, los jóvenes ocupan el puesto de los veteranos en las condiciones previstas por los comensales del ministro. Los sociólogos aventuraron las consecuencias de esta revolución silenciosa, como la definen los periodistas: a los jóvenes les cuesta madrugar y los veteranos no duermen. Desde bien temprano estos prejubilados, como les llaman en todas partes, actualizan la cartilla en la Caja, piden cita en el ambulatorio, consultan las ofertas de viajes del Inserso. Por la tarde ocupan los bares y los parques de la periferia. Si llueve, juegan al mús; si hace bueno, a la petanca. En los bares no los quieren porque con un chato de vino se hacen eternos; en los parques se aburren de hacer siempre lo mismo. Con el periódico bostezan, la televisión no la entienden y la radio les aturde. No trabajan, pero tampoco descansan. Poco a poco estos tataranietos del Dos de Mayo se resignan a pasar a la historia. Unas estaciones arrastran a otras, los años se suceden, cambian incluso los gobiernos, y el ministro vuelve a reunirse en Jockey, Zalacaín, Horcher -¿cucufato con guindas?- con sus comensales de cámara. Hoy la eterna cuestión se plantea al revés: 'Estos dinosaurios de la clase obrera son un engorro, tardan en entregar la cuchara, gastan el presupuesto del Estado, no compran en los grandes almacenes'. Cuando los comensales atraviesan con su coche Orcasitas, Casa de Campo, Parque Tierno Galván -¿criadillas gescartera?-, ven abúlica a la famélica legión. 'Es un despilfarro esta fuerza improductiva. Todavía se le puede sacar partido'. El ministro se ríe: 'Pero si les retiramos de trabajar, ¿no os acordáis?'. El comensal más brillante apunta: 'Sé de uno que te ayudará a cambiar las cosas'.

En la plaza de San Juan de la Cruz cabalga un general gallego. El coche oficial llega raudo a la televisión de Prado del Rey. 'Circulación con vaselina', pondera el chófer. En el estudio colocan al ministro un mandil y un gorro blancos. 'Yo soy aquel', le recuerda el cocinero predilecto del comensal más brillante. 'A ver cómo sale la tortilla', dice el ministro. Y el cocinero plantea: '¿Francesa o paisana?'. Como el ministro no sabe ni contesta, el cocinero le indica: 'Casque esos huevos y bátalos a ritmo carioca'. En un fogón cercano calienta el aceite de las reivindicaciones obreras. '¿Quema?', pregunta el ministro. 'Está que arde', contesta el cocinero. Tras volcar en la sartén la mezcla, el cocinero ordena al ministro: 'Haga que cuaje'. El ministro empuña la espumadera ante los fotógrafos: 'Es mi bautismo de fuego', explica. El cocinero apunta: 'Dele la vuelta'. El ministro toma una tapadera, la encaja en la sartén y juega a cambiar el orden de los factores. Arriba, abajo, lo repite una y otra vez como si fuera un yoyó. 'He dado la vuelta a la tortilla', anuncia entusiasmado. Los comensales aplauden y en el suburbio se va la luz.

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