Tribuna:LA CRÓNICA

La cosa olímpica

'¿Si tuviera un hijo durante los Juegos Olímpicos, cómo lo llamaría?', le preguntó Inka Martí a Pasqual Maragall en un programa de tele del verano del 92. Y Maragall respondió: Apolo. El programa se titulaba Juegos de sociedad y, al igual que su competidor en catalán (Jocs de nits), presentado por Júlia Otero, usaba el concepto juegos para construIr retruécanos legítimamente oportunistas. Los Juegos Olímpicos cumplen 10 años y no se produjo ninguna epidemia de Apolos en el Registro Civil. En estos días, varias generaciones de barceloneses se disponen a protagonizar un ejer...

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'¿Si tuviera un hijo durante los Juegos Olímpicos, cómo lo llamaría?', le preguntó Inka Martí a Pasqual Maragall en un programa de tele del verano del 92. Y Maragall respondió: Apolo. El programa se titulaba Juegos de sociedad y, al igual que su competidor en catalán (Jocs de nits), presentado por Júlia Otero, usaba el concepto juegos para construIr retruécanos legítimamente oportunistas. Los Juegos Olímpicos cumplen 10 años y no se produjo ninguna epidemia de Apolos en el Registro Civil. En estos días, varias generaciones de barceloneses se disponen a protagonizar un ejercicio colectivo bastante infrecuente: recordar algo de lo que no tienes por qué avergonzarte. Puede que, como suele ocurrir, se caiga en un exceso de nostalgia y euforia triunfalistas o que, como nos pasa a muchos, el esfuerzo de remover el pasado nos permita constatar que la memoria está para perderla.

En previsión de posibles cortocircuitos amnésicos, pues, le pregunto a un amigo qué es lo que más recuerda de aquellos tiempos olímpicos, a ver si coincidimos. Tras una larga pausa que sugiere muchas neuronas calcinadas, me responde: los retretes de los bares modernos. Fue una plaga, sí. La fiebre del diseño (que llevaba años funcionando en el planeta del interiorismo con firmas como Bonet, Olivé, Galí, Ordeig, Martorell, Núñez, Serrahima, Roqueta, Riart, Mesalles, Armengol) pareció obsesionarse con los retretes, con creaciones ultramodernas, neopsicodélicas y high tech que convirtieron las aguas mayores y menores en una experiencia de gran valor estético y, de paso, en auténtica tortura.

Algunos de aquellos retretes todavía sobreviven. Vas a hacer pis y, de repente, se enciende una luz fotoeléctrica que te ilumina la cosa con fogonazos que te inducen a reflexionar sobre la fragilidad moral de nuestra especie y, para completar la experiencia, a mearte encima. Así es como funciona la memoria: a fogonazos. Cuando te pilla un atasco en la ronda, ya no recuerdas que se construyeron con la excusa de los Juegos Olímpicos. Pero si abres la ventanilla y esnifas el contaminado ambiente con la intensidad de un adicto a la coca tóxica, sufres una proustiana regresión que te devuelve parte de aquella realidad. A saber: pancartas del Freedom for Catalonia en actos oficiales; discusiones sobre qué torre era más bonita, si la de Foster, en Collserola, o la de Calatrava, en Montjuïc (entonces Foster ganaba por goleada aunque, con el tiempo, la de Calatrava parece haberse integrado mejor a nuestro sky-pesebre); el proyecto del Macba, bloqueado por la inoperancia de unos políticos que acababan de rechazar el proyecto de Jean-Louis Froment y que no sabían qué demonios hacer con su contenedor de arte contemporáneo; el programa Pasta gansa sonando en la radio; Rafael Vera encerrado en un búnker de seguridad; Josep Miquel Abad soñando con marcharse a El Corte Inglés, Juan Antonio Samaranch manoseando la castaña que llevaba en el bolsillo; el consenso mediático, que se tradujo en una inédita experiencia llamada Radio Televisió Olímpica (RTO) que consiguió poner de acuerdo a TVE y TV-3; los nadadores depilándose y entrenándose con un nuevo modelo de bañador termodinámico; El silencio de los corderos inspirando multitud de titulares de prensa...

Y sin embargo, no consigo recordar cómo era exactamente la ciudad de entonces. En uno de los cuentos de su libro Anochecer, el escritor James Salter escribe: 'Barcelona al amanecer. Los hoteles están a oscuras. Todas las grandes avenidas apuntan hacia el mar'. ¿A qué grandes avenidas se refiere?, me pregunto. ¿A la calle de Balmes? ¿A la calle de Muntaner? Entro en una librería y, en la sección de guías, intento recuperar una percepción objetiva de mi ciudad. Tropiezo con una mesa y cae una guía: La españa de la guerra civil, con itinerarios y selección de lecturas, escrita por Carmen Cortés. ¿Una guerra civil puede sugerir rutas de turismo bélico? Pues sí. ¿Y unos Juegos Olímpicos? También. Las guías y libros sobre Barcelona que me rodean han sufrido el brutal impacto de la transformación del 92. Barcelona by night, con fotografías de Roger Casas; Top10 Barcelona, editada por Dorling Kindersley; On anem.com, La Barcelona dels nens..., todas hacen referencia, directa o indirecta, a lo que supuso aquel extraño acontecimiento, cuyo mayor mérito no fue tanto explotar como dejar saludables secuelas.

Hojeando las guías, recupero parte de la memoria y, eufórico, compro Nidos de amor, la guía de los hotelitos románticos de España, con, según reza la portada, 'los alojamientos más coquetos y románticos con todo lo que se puede hacer por los alrededores, por si sales de la habitación'. Pienso: una buena manera de celebrar estos 10 años de Juegos Olímpicos sería alojarme durante un par de días en uno de esos niditos de amor con alguna voluntaria dispuesta a rendirse a mis encantos, pero en Barcelona. Mi gozo en un pozo. Observo que hay niditos de amor en todas partes (Sitges, Astorga, San Vicente de la Barquera, Hondarribia...), pero ninguno en Barcelona. ¡Oh! Cabizbajo, salgo de la librería, paro un taxi, doy la dirección de uno de aquellos bares de diseño olímpico, entro, voy al retrete y dejo que fogonazos fotoeléctricos me iluminen la cosa.

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