Análisis

Hora cero

El aire comienza a electrizarse en el cuartel general de la Selección. Mientras los editores preparan sus titulares de recurso según las tradicionales hipótesis victoria, empate y derrota, miles de invisibles hilos de cobre recorren el cuerpo de los pupilos de Camacho: músculos, tendones y coyunturas conducen la corriente como los cables del tendido, y ellos, los chicos, hacen lo posible por disimular el hormigueo con su sonrisa nerviosa, su parpadeo excesivo y su fingida jovialidad. La tensión ambiental los convierte en acumuladores de energía, de modo que, camuflados en su foto...

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El aire comienza a electrizarse en el cuartel general de la Selección. Mientras los editores preparan sus titulares de recurso según las tradicionales hipótesis victoria, empate y derrota, miles de invisibles hilos de cobre recorren el cuerpo de los pupilos de Camacho: músculos, tendones y coyunturas conducen la corriente como los cables del tendido, y ellos, los chicos, hacen lo posible por disimular el hormigueo con su sonrisa nerviosa, su parpadeo excesivo y su fingida jovialidad. La tensión ambiental los convierte en acumuladores de energía, de modo que, camuflados en su fotogenia y en sus disfraces sintéticos, parecen felinos a punto de abatirse sobre la presa. Por un momento olvidan el formalismo infantil que les permite ensartar los tópicos como si fuesen cuentas de vidrio, y de pronto acusan irritabilidad, inestabilidad y ansiedad. Son materia inflamable.

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La inminencia del primer compromiso les provoca las habituales inspiraciones del perdedor; al menor descuido, las visiones de la derrota comienzan a desfilar ante sus ojos como fotogramas de una pegadiza secuencia dramática. Es entonces cuando el miedo les exige una reacción preventiva inmediata y cuando recurren a lo que solemos considerar pequeñas manías del día D o simples supersticiones, por mucho que sólo sean ritos de autodefensa. Unos caminan por el borde de la acera, otros evitan pisar las líneas del pavimento, algunos buscan un amuleto en el forro de la maleta o hacen una repentina llamada telefónica: exactamente la misma que hicieron el día en que ganaron su partido del siglo. Con variaciones imperceptibles, cada hombre vive prisionero de su propio ritual.

Atrapados en el corral de la fama y convencidos de que en buena medida son un subproducto de la suerte, a veces van más lejos: deciden ponerse a prueba, quizá someterse a algún desafío elemental, para comprometer a las musas o a los dioses. Con ese fin renuncian provisionalmente a alguno de los escasos placeres compatibles con la concentración. Si cabe la abstinencia, se abstienen; si no cabe, se imponen un último sobreesfuerzo, tal vez una serie extraordinaria de abdominales o un turno clandestino de estiramientos, que pueda ser recompensado durante el partido. Es el viejo recurso providencial del sacrificio.

Sin embargo, con ese abigarrado protocolo de la cuenta atrás también quieren inducir un cierto orden, alguna clase de lógica, en los próximos y decisivos acontecimientos; en suma tratan de conseguir que el futuro inmediato sea previsible y controlable. Así como el saltador anticipa mentalmente todos los gestos de su puesta en acción para conseguir que cada verdadero salto sea en realidad el segundo y definitivo intento, ellos, los futbolistas, tratan de llenar los minutos previos con acciones deliberadas que les permitan creerse dueños de cada fracción de tiempo. De este modo pretenden que el partido sea una mera continuación de la ceremonia.

Luego, llegada la hora, todos buscarán algún claro, alguna señal, sobre el horizonte del estadio.

Sin darse cuenta estarán mirando al vacío.

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