Columna

Quise una bufanda

La tristeza te baja la guardia y acabas por comprender. Como era tarde festiva y se respiraba esa ansiedad inane de los domingos, como además me había quedado sin tabaco y tuve que bajar a comprarlo al chino de mi esquina, sufrí un instante de comprensión y sentí envidia. El Real Madrid acababa de ganar la liga, o la copa, en fin, no sé, eso tan importante que ha ganado el Madrid (ligas, copas... sí que es sugerente, suena bien). Yo ya me había enterado, claro, de esos triunfos porque mi casa llegó, literalmente, a temblar en algunos momentos de ese crepúsculo, y había oído ya tales gritos de ...

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La tristeza te baja la guardia y acabas por comprender. Como era tarde festiva y se respiraba esa ansiedad inane de los domingos, como además me había quedado sin tabaco y tuve que bajar a comprarlo al chino de mi esquina, sufrí un instante de comprensión y sentí envidia. El Real Madrid acababa de ganar la liga, o la copa, en fin, no sé, eso tan importante que ha ganado el Madrid (ligas, copas... sí que es sugerente, suena bien). Yo ya me había enterado, claro, de esos triunfos porque mi casa llegó, literalmente, a temblar en algunos momentos de ese crepúsculo, y había oído ya tales gritos de júbilo que parecían llenar todo lo que no fuera mi cuerpo, mi cuerpo solo.

Quise ser uno de ellos. Cuando bajé a por tabaco, y estaba a varias manzanas de la plaza de Cibeles, mi calle se iba llenando de felices, con los brazos en alto, daban saltos, se repartían abrazos, se diría que increpaban pero así es la alegría, brindaban y palmoteaban sobre los coches que pasaban y les animaban y les pitaban ese lenguaje que yo no alcanzaba a entender, quién entendiera. Quería ser uno de ellos: la chica con los patines que se agarraba un tramo al manillar y lanzaba vivas a san Isidro Labrador; el aguerrido musical que percutía sobre los cubos de basura; la panda de los futuros ilegales que celebraban con litronas en la vía pública, oé oé oé oé, o algo así, daban ganas de saberse esa melodía, me daban muchas ganas de gritar. Yo quise una bufanda. Una de esas bufandas que todos llevaban como un antídoto contra cualquier tristeza, una bufanda con la que sabían sin dudas quiénes eran, y yo sabiendo de mí sólo la llave de mi casa, sólo un paquete de tabaco.

Les espié. Subí hasta mi azotea para contagiarme de su fiesta, para comprenderlos y ser alguien, para pertenecer a mi barrio y a este mundo, sólo mi gato Christian no las tenía todas consigo, se pegaba a mis piernas con los ojos muy abiertos, y hasta que no me sugirió que bajáramos, que cerráramos las ventanas, que estuviéramos solos, que siguiéramos tristes, no me moví de allí. Las voces habían ido en aumento, muchos coches taponaban la calle y, a lo lejos, en dirección a la gran diosa del fecundo origen, señora de las fieras, gran madre y amante bisexuada, crecía un clamor confundido de cláxones y pitos y cuernos que se dirían de la abundancia, tal fue su profusión. Explotaban petardos y avanzaba un rumor ancho de unión, de comunión, de fe sin brechas. Yo quise estar allí, tan envidiable pertenencia.

Pero soy rara como un gato, así que me avine a las razones de Christian y bajé a mi salón y nos tumbamos en el sofá, envueltos por aquel alborozo que no nos incluía, y me dio por pensar en las causas comunes, en los lazos que, como bufandas, atan un brazo en alto y otro brazo, una voz y otra voz hasta el rugido, una alegría pequeña a otra alegría hasta la completa felicidad, en el cordón umbilical de los hermanos, de los amigos, de los vecinos, de los afines, de los desconocidos. Pensé en el clamor que ocuparía el espacio de mis calles si la tele dijera, por ejemplo, que ciento y pico pateros habían alcanzado con éxito las playas de Tarifa, cientos de bufandas celebrando el triunfo exhausto de esa travesía; pensé en los cientos, qué digo, miles, de personas que avanzarían hasta Cibeles tras la noticia del acuerdo de paz en cualquier guerra; pensé en los gritos que provocaría la implantación mundial de la Tasa Tobin, la condonación de la deuda externa de los miserables; pensé en los berridos de extrema satisfacción que inundarían las calles cuando la tele nos dijera que no hay niñas sin clítoris, ni perros ahorcados, ni toros alanceados, ni enfermos de sida sin tratamiento, ni maricas apaleados, ni adolescentes explotados. Oía los aullidos, los golpes, las patadas, los cristales rotos, las sirenas sin fin, sus luces circulares, y me sentí uno de ellos, con mi bufanda y mis litros de cerveza, y por eso abrí de nuevo las ventanas y salí a la terraza para que no se pudiera decir que yo soy una triste, más rara que mi gato, y mis calles eran un campo de batalla, y no supe muy bien qué guerra se libraba, ¿no estábamos celebrando?, ¿cuál era nuestra causa, nuestra felicidad?, ¿qué ardía?, ¿por qué se oían esos ruidos siniestros?, ¿por qué socorrían las ambulancias?, ¿por qué se tocaba el miedo en mi barrio de maricas?, ¿por qué Christian maullaba para hacerme entrar en casa y en razón?

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