Columna

El día del Valencia

Un anciano de la Xerea que acudió varios domingos, cuando era niño, al campo de Algirós de la mano de su padre: un hombre que murió durante la guerra civil, en un bombardeo. Una mujer de la vida que en la tarde dominical cerró su cuerpo a los clientes para abrirlo a una victoria que es puro placer. Un sacerdote de la Vall d'Albaida que el día cinco se olvidó de rezar el breviario. Un empleado de banca más bien agnóstico, que soñó que por esta vez el edén y el Valencia C.F venían a ser lo mismo. Una niña bien de la calle de Jorge Juan que tiene un novio que se llama Gustavo Javier, a quien dejó...

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Un anciano de la Xerea que acudió varios domingos, cuando era niño, al campo de Algirós de la mano de su padre: un hombre que murió durante la guerra civil, en un bombardeo. Una mujer de la vida que en la tarde dominical cerró su cuerpo a los clientes para abrirlo a una victoria que es puro placer. Un sacerdote de la Vall d'Albaida que el día cinco se olvidó de rezar el breviario. Un empleado de banca más bien agnóstico, que soñó que por esta vez el edén y el Valencia C.F venían a ser lo mismo. Una niña bien de la calle de Jorge Juan que tiene un novio que se llama Gustavo Javier, a quien dejó que le tocara un poco más que de costumbre en la primera hora después del título. Un hombre del campo que no entiende de letras, venido del hondo Jaén en los sesenta, y que nunca se olvida de que habló con Di Stefano en una gasolinera, días después del campeonato de 1971. Una mujer soltera y administrativa, ajena a todo deporte, pero que el domingo recordó a un novio futbolista que tuvo hace muchísimos años y que era rubio como la cerveza. Un niño del Ecuador que hace quince días logró darle la mano a Cañizares y desde entonces no se la lavó. Un filólogo veterano, sobrino de un redactor de les Normes de Castelló, que se dijo a sí mismo que el fútbol es un asunto menor, meramente tribal, segundos antes del cabezazo de Ayala y de no poder ya articular palabra. Un empresario de la Safor que pilló una intoxicación en la final de París y que entró en depresión después de la final de Milán. Un miembro de la peña valencianista de León, que aunque nunca estuvo en Valencia, se sintió el hombre más dichoso del mundo cuando el árbitro, por fin, concedió el gol de Fabio Aurelio. Un valenciano que vive en Auckland, Nueva Zelanda, que se pasó la madrugada chateando con sus amigos de las antípodas. Un maestro independentista de Xàtiva, que siempre lleva un pañuelo palestino. Una monja de Alzira que trabaja en una ONG en Kigali, Ruanda. Yo mismo, que recordé a mi padre, fallecido este invierno, humilde seguidor del Valencia que hubiera cumplido ochenta años el día de la Rosaleda. Todos derramaron (mos) una lágrima, a solas casi siempre, cuando los de Mestalla ganaron su quinta liga.

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