Columna

Abusar del bus

Todos los días laborables, los padres sacan a sus hijos de la cama al filo del amanecer, visten a los más pequeños y les lavan para quitarles la últimas telarañas del sueño, les hacen engullir a toda prisa un desayuno presuntamente saludable y los suben a bordo de furgonetas y autobuses de transporte que, entre malos humos y malos humores, marchan empotrados en el lento y abrupto caudal del tráfico de la urbe. Ni la lluvia, ni el frío, ni la nieve, salvo en casos excepcionales, disuaden a estos padres ejemplares de cumplir con la obligación de escolarizar a sus hijos; por otra parte, si renun...

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Todos los días laborables, los padres sacan a sus hijos de la cama al filo del amanecer, visten a los más pequeños y les lavan para quitarles la últimas telarañas del sueño, les hacen engullir a toda prisa un desayuno presuntamente saludable y los suben a bordo de furgonetas y autobuses de transporte que, entre malos humos y malos humores, marchan empotrados en el lento y abrupto caudal del tráfico de la urbe. Ni la lluvia, ni el frío, ni la nieve, salvo en casos excepcionales, disuaden a estos padres ejemplares de cumplir con la obligación de escolarizar a sus hijos; por otra parte, si renunciaran a hacerlo, en muchos casos tampoco tendrían dónde y con quién dejarlos.

Los padres modélicos han aprendido a hacer oídos sordos a las falsas enfermedades de sus vástagos y ponen al termómetro como árbitro supremo. Luego, los escolares encapsulados en sus autobuses atraviesan la ciudad adormilados, abriendo los ojos a un paisaje hostil al que se irán acostumbrando a lo largo de los años, una experiencia que les servirá para enfrentarse más tarde durante su vida laboral al mismo escenario.

Los trayectos en autobús prolongan el horario educacional de los escolares y su sometimiento a la disciplina hasta dos horas más por día, un suplemento conseguido gracias al progreso, entre otros progresos al progreso de la especulación inmobiliaria que se llevó los colegios de sus viejos y rentables caserones del centro de la ciudad a las afueras suburbanas con la plausible coartada de la falta de salubridad, de espacio y de instalaciones deportivas y recreativas, en las que los colegiales podrían gastar su exceso de energía, antes de regresar a sus hogares enlatados otra vez en sus contenedores rodantes.

Esa alegre visión de filme, o telefilme norteamericano, la furgoneta amarilla que marcha alegremente entre amables campiñas con su cargamento de niños bullidores y felices, no tiene mucho que ver con su versión local. No es el bus de Los Simpson, el autobús escolar madrileño cuando deja la ciudad congestionada suele embocar una autopista aún más congestionada, cercada por las vallas publicitarias y las murallas de chalés adosados y acosados por el humo y la contaminación acústica.

La bola de acero que hirió a una niña de pocos años en el autobús escolar durante la reciente huelga introdujo un ingrediente más en el calvario cotidiano de los colegiales, el miedo, y no precisamente ese tipo de miedo que inspira el examen de matemáticas o el encuentro en el recreo con el matón de la clase.

La violencia del mundo de los adultos irrumpió en el panorama de sus incipientes rutinas. Como medida de precaución aconsejaron esos días los maestros a sus alumnos no situarse cerca de las ventanillas durante los trayectos, sumando una penalidad más a su vía crucis.

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Los conductores en huelga obtuvieron tras el laudo del gobierno autonómico una subida salarial, menor de la que habían solicitado, y aceptaron el acuerdo, un acuerdo que la patronal, cerrada en banda a cualquier negociación, considera demasiado caro. Patronos y trabajadores olvidaron con este pacto las reivindicaciones sobre la reducción de la jornada laboral a las 35 horas semanales.

Durante el conflicto afirmaban los huelguistas y negaban los empresarios que los horarios de trabajo que funcionaban en el sector eran abusivos y ponían en peligro la seguridad de conductores y pasajeros. Asunto secundario y aparcado por ahora.

Cuando los colegios pillaban cerca de casa, los niños aprendían a caminar por la calle, primero de la mano, instruyéndose sobre cruces y semáforos, y luego solos o en pandilla, jugando y hablando de sus cosas, tal vez conspirando para hurtar el cuerpo y el tiempo, al colegio y a la casa, para efectuar una excursión a los billares o al futbolín a la salida o para tomarse todo el día de pellas o novillos, experiencia instructiva donde las haya porque enseñaba a valorar el riesgo, los pros y los contras y a aceptar el castigo, casi seguro, por anticipado.

En los colegios de hoy los niños de autobús son presos de alta seguridad, aunque a partir de hoy convendría reforzar ese concepto instalando mallas de acero en las ventanillas y blindando los autobuses escolares.

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