RAÍCES

Madrugá

Una sociedad represiva -y todas las sociedades lo son, en mayor o menor grado- debe dar respiro de cuando en cuando a sus azacanados miembros: como decía un refrán antiguo que gustaba de recordar Erasmo, no debe tensarse el arco continuamente. Incluso los esclavos -que eran cosas y no personas-, tenían derecho en Roma a disfrutar de un alivio anual, las Saturnales, fiesta en la que todo se trastocaba y casi todo era posible.

Por esta misma razón una sociedad tan cerrada como la ateniense se permitía ciertas licencias en días señalados. Sabido es que las mujeres de Atenas permanecían enc...

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Una sociedad represiva -y todas las sociedades lo son, en mayor o menor grado- debe dar respiro de cuando en cuando a sus azacanados miembros: como decía un refrán antiguo que gustaba de recordar Erasmo, no debe tensarse el arco continuamente. Incluso los esclavos -que eran cosas y no personas-, tenían derecho en Roma a disfrutar de un alivio anual, las Saturnales, fiesta en la que todo se trastocaba y casi todo era posible.

Por esta misma razón una sociedad tan cerrada como la ateniense se permitía ciertas licencias en días señalados. Sabido es que las mujeres de Atenas permanecían enclaustradas en casa la mayor parte de su triste vida: sólo se rompía su encierro en muy contadas ocasiones (entierros, bodas, nacimientos). Había fiestas, sin embargo, que se prolongaban toda la noche y en las que el ritual exigía la presencia femenina.

Así ocurría en las Panateneas, consagradas a Atenea, la diosa Virgen. A la gran procesión de la aurora precedía una larga vigilia (pannychís: pan = toda, nych- = noche), durante la cual doncellas y muchachos cantaban y bailaban por la ciudad. Era el único momento en que la mujer podía sentirse libre. No es de extrañar, por tanto, que en la comedia de Menandro el enamoramiento de la pareja protagonista prenda muchas veces en tan fugaces encuentros, si es que no pasa ya a mayores en un arrebato pasional.

En una comedia (El arbitraje) un joven viola y empreña, sin saberlo, a su futura mujer en la velada de las Tauropolias; y ya está a punto de repudiarla por adúltera cuando se da cuenta, abochornado y arrepentido, de su 'bárbara' fechoría. Estas fiestas recuerdan, inevitablemente, la Noche Grande de la Semana Santa, otra mezcla inextricable de devoción y sensualidad. La mujer actual no precisa ya de subterfugios para ejercer su libertad.

Pero no es difícil imaginar que, hace muchos años, la Madrugá hubo de suponer para no pocas mujeres una especie de extraña liberación, una excitante ruptura de la norma, una trémula evasión de la monotonía diurna: por unas horas podían entrar de puntillas en un espacio, el de la noche (pecado y vicio), que estaba celosamente vedado a las matronas.

Todo ello es ya agua pasada. El presente nos apremia, pidiéndonos un último y definitivo esfuerzo. Con el cuerpo molido del deambular nocturno y el alma saturada de los gorgoritos lanzados por los despiadados ruiseñores de la Semana Santa, aún hemos de recobrar ánimos y reponer fuerzas para celebrar el otro gran rito anual, pletórico asimismo de noches insomnes. A la espera de que lleguen pronto farolillos, contoneos y ojeras, dejemos que, en dulce premonición de futuros deleites, suene en nuestros oídos el jubiloso estribillo de un poemita latino, llamado precisamente La velada de Venus: 'Ame mañana quien nunca ha amado y ame mañana quien amó'. Así sea.

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