ANÁLISIS | NACIONAL

Un fiscal correoso

EN SU COMPARECENCIA del pasado martes ante la Comisión de Justicia e Interior del Congreso, el fiscal general glosó la memoria del ministerio público presentada hace meses en la apertura del Año Judicial y respondió a las preguntas de los diputados. Interrogado acerca de las medidas adoptadas por la fiscalía para combatir la inseguridad ciudadana, Cardenal descargó enteramente sobre los jueces de instrucción el peso de las eventuales responsabilidades al respecto; las circulares envíadas por el fiscal general a sus subordinados para que pidan la expulsión de los inmigrantes sentenciados o acus...

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EN SU COMPARECENCIA del pasado martes ante la Comisión de Justicia e Interior del Congreso, el fiscal general glosó la memoria del ministerio público presentada hace meses en la apertura del Año Judicial y respondió a las preguntas de los diputados. Interrogado acerca de las medidas adoptadas por la fiscalía para combatir la inseguridad ciudadana, Cardenal descargó enteramente sobre los jueces de instrucción el peso de las eventuales responsabilidades al respecto; las circulares envíadas por el fiscal general a sus subordinados para que pidan la expulsión de los inmigrantes sentenciados o acusados de delitos castigados con menos de seis años ('un factor inductor de la delincuencia') deja limpia y reluciente como una patena su conciencia. Cardenal exhortó igualmente al Parlamento para que haga sus deberes y apruebe el proyecto de ley de juicios rápidos.

El fiscal general del Estado descarga sobre los jueces la inquietud causada por la inseguridad ciudadana e invita a los diputados a ocupar el lugar del ministerio público en la persecución del delito

La estrategia de exportar hacia el territorio restante del organigrama estatal el incumplimiento de las tareas asignadas -según los diputados- al ministerio público exonera siempre a Cardenal de cualquier posible reproche: ni los enriquecimientos ilícitos derivados de la privatización de las empresas públicas, ni el despido por la jerarquía eclesiástica de los profesores de religión de los colegios públicos pagados con fondos presupuestarios, ni las colusiones entre las empresas petroleras quitan el sueño al fiscal general, que invita a los diputados a sustituir al ministerio público en la denuncia de esos y otros delitos ante los tribunales.

El aire melifluo y el tono almibarado de Cardenal para contestar a las críticas no son tanto las virtudes franciscanas de un funcionario amable como las taimadas tretas de un duro fajador; la asociación Los Cien Hijos de Joe Louis, promovida por el pintor Eduardo Arroyo en defensa del boxeo, podría establecer un paralelismo entre la impermeabilidad de Cardenal ante las críticas de los diputados en el Parlamento y la capacidad de encaje de un púgil correoso frente a los golpes de su adversario en el ring. La vergonzosa justificación -impropia del fiscal general de un Estado de derecho-de los golpes militares de 1973 en Chile y de 1976 en Argentina dada por Cardenal para boicotear la extradición de Pinochet provocó un amplio movimiento en favor de su cese o dimisión; el espectáculo del fiscal general aferrado a su cargo con la ayuda del presidente Aznar recordaba las imágenes de cine negro del boxeador medio groggy arrinconado contra las cuerdas y abrazado a su rival en medio de la bronca de un público indignado por la complicidad árbitral.

El debate sobre la independencia del fiscal general respecto al Gobierno que lo nombra y lo cesa libremente es una pérdida de tiempo. Aunque el Estatuto Fiscal haya tenido la cortesía de sustituir el fuerte término ordenar por el suave verbo interesar para describir la forma de transmitir al fiscal general la voluntad del Gobierno, ningún eufemismo puede alterar la relación jerárquica entre la persona que nombra y la persona nombrada. No es preciso que los mandatos del Ejecutivo sean formulados de manera explícita y bajo amenza de sanción: como mostró Étienne de La Boétie en su Discurso de la servidumbre voluntaria, los mecanismos de la obediencia política funcionan de manera bastante más sutil. Para que Cardenal corra presuroso en ayuda de los ministros de Asuntos Exteriores y de Medio Ambiente (miembros del órgano colegiado que le nombró fiscal general y que puede también destituirle) no necesita recibir un telefonazo del presidente del Gobierno o de su ministro de Justicia. Cabe imaginar, desde luego, excepciones a la regla. Pero si algún fiscal general decidiera tomarse en serio sus funciones constitucionales (o se equivocase al interpretar los mensajes del Gobierno y descontar sus deseos) estaría condenado, bien a ser destituido de su cargo de manera fulminante, bien a soportar en el futuro el destino ya corrido por Carlos Granados, el último fiscal general de la etapa socialista, a quien hace pocos meses negaron de manera vergonzosa sus votos para ocupar una vocalía en el Consejo General del Poder Judicial los parlamentarios no sólo del PP, sino también del PSOE.

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