Columna

Hambre

Miles de millones de seres humanos viven en la necesidad extrema, aunque en un mundo ancho y diverso también la penuria globalizada presenta amplio abanico de gradaciones y circunstancias: desde las hambrunas africanas y los infiernos donde la población nunca conoció más que calamidad hasta la estrechez sobrevenida a antiguos ricos, como en Argentina. Lo mismo pasa con las personas, y por eso en nuestras ciudades conviven fundamentalmente dos clases de miseria. Una a la vista está: deambula por las calles, anida bajo los puentes, come en la Casa de la Caridad (no digo que todos nacieran pobres...

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Miles de millones de seres humanos viven en la necesidad extrema, aunque en un mundo ancho y diverso también la penuria globalizada presenta amplio abanico de gradaciones y circunstancias: desde las hambrunas africanas y los infiernos donde la población nunca conoció más que calamidad hasta la estrechez sobrevenida a antiguos ricos, como en Argentina. Lo mismo pasa con las personas, y por eso en nuestras ciudades conviven fundamentalmente dos clases de miseria. Una a la vista está: deambula por las calles, anida bajo los puentes, come en la Casa de la Caridad (no digo que todos nacieran pobres, que a alguno le habrá menguado el patrimonio o vendría engañado en pos de Eldorado, como cuentan los reporteros). En cualquier caso, sale en los periódicos. La otra se amaga en casas otrora alfombradas, venidas a menos, ya sin estufa, y resulta aún más patética por más solitaria.

'Hay personas que se morirían antes de reconocer que pasan hambre', avisa el Banco de Alimentos, cuyos voluntarios igual bajan bocadillos al río que distribuyen yogures por las parroquias o suben leche a casas de enmohecido postín en calles como Hernán Cortés, Isabel la Católica, Colón o Jorge Juan, de Valencia. 'Están más cerca de ti de lo que imaginas', advierten. Casi todas las destinatarias son ancianas venerables, viudas de arruinados poco previsores o crápulas que dilapidaron patrimonio con las chicas de Colsada. No son poca ropa, ni descamisados, aunque las tengan raídas. Gracias al disimulo, constituyen la excepción, por eso durante un tiempo les sigue sonando el 'don' sin el 'din'. Recluidas y olvidadas, sienten la vergüenza de pobretear porque el pan ajeno sabe amargo, y mientras queda un anillo sus furtivos viajes al Monte de Piedad componen una estampa literaria de otro siglo. Pero no se puede poetizar el hambre. La pobreza es dolor, como una enfermedad, devora la dignidad, lleva a la desesperación. Así que, a veces, alguna 'se cae' por un balcón, o muere quemada o intoxicada por un brasero, o absorbe el último gas de la bombona porque ya no hay nada que guisar.

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