DON DE GENTES

Vivir de las rentas

YO NACÍ con la autoestima muy alta. Luego, gracias a la inestimable ayuda de mis hermanos y de la cruda realidad, la fui perdiendo. A pesar de que ellos hicieron un buen trabajo, mi autoestima se resistía a desaparecer. No lo creerán, pero hasta los 29 años estuve convencida de que era una tía alta. Misteriosamente, yo a la mayoría de la gente la miraba por encima del hombro. Que lo diga mi santo, que fue testigo. Y también fue testigo de cómo perdí ese último ramalazo de autoestima: estábamos paseando hace 11 años por los bosques de Virginia, cuando el hispanista americano David Gies m...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

YO NACÍ con la autoestima muy alta. Luego, gracias a la inestimable ayuda de mis hermanos y de la cruda realidad, la fui perdiendo. A pesar de que ellos hicieron un buen trabajo, mi autoestima se resistía a desaparecer. No lo creerán, pero hasta los 29 años estuve convencida de que era una tía alta. Misteriosamente, yo a la mayoría de la gente la miraba por encima del hombro. Que lo diga mi santo, que fue testigo. Y también fue testigo de cómo perdí ese último ramalazo de autoestima: estábamos paseando hace 11 años por los bosques de Virginia, cuando el hispanista americano David Gies me dice: 'Ahí tiene un rancho Sissy Spacek, y te la puedes encontrar fácilmente comprando en el súper'. Y yo pregunté: '¿Cómo es: sencilla como las personas humanas o altiva como las grandes divas de la pantalla?'. Y va y me contesta: 'Sencilla y bajita, como tú'. Juro por mi santo que ése fue el momento en que me enteré de mi verdadera dimensión. Yo creía que cuando mis hermanos me llamaban la Hormiga Atómica era debido a mi audacia y mi coraje. Desde entonces me he sentido muy cercana a Sissy. Por eso fui a ver la película En la habitación, y no porque mi santo me dijera que en el New Yorker la habían puesto por las nubes. Me gusta decirle a mi santo: 'A mí el New Yorker me chupa un pie, mayormente porque me tiro horas para entender una crítica de dos columnillas'. Conste que lo mismo me pasa cuando leo una de Fernández Santos (y eso que es en español). Vayan a verla, por Dios: es maravillosa. Desde la diminuta Sissy hasta el actor que más me ha conmovido en los últimos tiempos, Tom Wilkinson. Vayan a verla y saldrán hechos polvo, pero, ¿es que no es bonito llorar con las desgracias del cine? Eso fue lo que dijo Pedro Almodóvar al presentar Hable con ella. Fui con mi hijo al estreno. Me gusta ir con él porque aún alucina viendo famosos y me da codazos continuamente. Yo me contagio y también le doy codazos. Somos como esos catetos que salen de público en la tele y a los que la cámara siempre saca dándose codazos y señalando con el dedo. Me hubiera gustado acercarme para decirle a Leonor Watling que tiene una piel fosforescente, como si se hubiera tragado una bombilla. Le hubiera dicho que fui tan ciega en el pasado que no me había dado cuenta de que fuera la artista bellísima que es. Tampoco estoy muy segura de haber apreciado hasta ahora lo buen actor que es Javier Cámara, que dice los diálogos con una rareza inquietante. Como verán, soy perspicaz. No me acerqué a ellos por corte, en cambio sí que hablé media hora con Javier Marías sobre la pelota de la policía que le entró por la ventana. Adoro ese tema. Estuve por decirle: 'Vayamos a una coctelería y sigamos hablando de tu pelota', pero pensé que igual a él le gustan otros temas más interesantes y yo venga a darle el coñazo con esa pelota que me hace tanta gracia. Mi santo siempre dice: 'Una cosa es ser simpática, y otra, pesada, y tú a veces rayas la pesadez'.

Dirán ustedes que no paro. Tienen razón. Este artículo, por ejemplo, lo escribo desde Manchester. Me ha mandado mi santo. Es que en mi hogar está pasando una cosa muy rara. Lo cuento, y eso que no me gusta airear mi intimidad: cuando me casé, a mi santo le encantaba que saliéramos al extranjero y ver cómo yo perdía mi apellido de soltera. Esa conyuntura le daba mucha risa. Y no por machismo, sino por jorobar. Tenía la ilusión de retirarme de la vida televisiva que yo llevaba y cuidarme en casa como a una reina y comprarme sortijas. Eso le hacía sentirse superior (nació con la autoestima baja). Pero, de pronto, no sé qué coño ha pasado; dice que su vocación es la de rentista. 'Rentista, eso es lo mío', dice. Y no sólo ha dejado de trabajar, sino que me manda a que vuelva con dinero y crónicas jugosas. Hay veces que no se quita ni el pijama, lleva las zapatillas en chancleta y se pasa el día haciendo sopas de verduras. Otras, dice con melancolía: 'Hoy no le he dado el punto a la zanahoria'. Y le tengo que consolar porque eso le causa una honda preocupación. Dice que está alcanzando el Zen. Me ha mandado a Manchester para que dé una charla y le gane un dinerete. Juan Cruz me metió un libro en la maleta y no era de Alfaguara (a Polanco que vas): Las pequeñas virtudes, de Natalia Ginzburg. Pequeña joya. Me dijo que me leyera el capítulo sobre la amistad. Y yo me vi llorando por las nubes camino de Manchester.

Acabo de llamar por teléfono a mi santísimo para hacerle la crónica: 'Cariño, ya lo dijo Julio Camba: en Inglaterra escasea la belleza femenina. Aquí sube mi autoestima'. Me contestó: 'Claro, en el reino de los ciegos el tuerto es el rey'. Me ha parecido tan desalentador el ganado femenino en Manchester que me ronda por la cabeza presentarme a un concurso de belleza. Con mis cuarenta años y mis medidas (100-100-100) me veo con posibilidades. Pero mi santo dice que los concursos de belleza, desde que no está Anson, no son trigo limpio, que hay casi tanto tongo como en los literarios: 'Tú desfilas en tu casa, para tu rentista, con tu tanga y tu gracia, y yo te corono Miss Luchadora de Sumo. Lo que veo yo, Lindurri, no tiene por qué verlo nadie'. Y como hablábamos por teléfono, no supe cómo interpretar la frase.

Sobre la firma

Archivado En