Tribuna:

Claridad, y un poco de coherencia

Recientemente, y en este mismo espacio de opinión, respetados colegas de página han polemizado con brillantez y finezza acerca de las virtudes y las carencias de la propuesta política de Pasqual Maragall, con particular atención hacia lo que, en ingeniosa metáfora, han dado en llamar 'la baldosa identitaria'. Con idéntico espíritu constructivo al que usaron los amigos Puigverd, Ramoneda y Rahola, sin pánico alguno ante una posible victoria electoral del presidente del PSC, me gustaría extender la reflexión hacia territorios mucho más modestos, más elementales, aunque tal vez no menos re...

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Recientemente, y en este mismo espacio de opinión, respetados colegas de página han polemizado con brillantez y finezza acerca de las virtudes y las carencias de la propuesta política de Pasqual Maragall, con particular atención hacia lo que, en ingeniosa metáfora, han dado en llamar 'la baldosa identitaria'. Con idéntico espíritu constructivo al que usaron los amigos Puigverd, Ramoneda y Rahola, sin pánico alguno ante una posible victoria electoral del presidente del PSC, me gustaría extender la reflexión hacia territorios mucho más modestos, más elementales, aunque tal vez no menos relevantes: los de la inteligibilidad y la coherencia básicas del discurso maragalliano. Para ello, trataré de analizar tres episodios concretos y recientes: el Plan Hidrológico Nacional (PHN), la eventualidad de incorporar a Convergència i Unió (CiU) a un futuro gobierno de Maragall, y la actitud ante la cumbre europea inaugurada ayer en Barcelona.

La actitud de Maragall ante el PHN, la cumbre de Barcelona y CiU, en los últimos días, ha sido dubitativa

Por lo que se refiere al PHN, la secuencia de los hechos es de sobra conocida. Después de haber promovido y ganado en comisión una enmienda por la que la Eurocámara pedía expresamente que el plan hidrológico español no recibiese ni un céntimo de financiación comunitaria, el PSOE acabó corrigiéndose a sí mismo y sucumbiendo a sus contradicciones territoriales: retiró su apoyo a la enmienda anti-PHN, concurrió a la votación plenaria de ésta en desbandada -sólo los tres representantes del Partit dels Socialistes (PSC) y José María Mendiluce le permanecieron fieles- y acabó refugiándose en una vaga declaración de principios contra los proyectos hidráulicos insostenibles; una declaración tan genérica y tan inocua, que hasta el PP y CiU la aceptaron.

Lo sorprendente del caso, sin embargo, no fueron los desgarros internos del PSOE, sino la reacción de Pasqual Maragall; al día siguiente del pleno de Bruselas, y contra la interpretación de toda la prensa española, el candidato a la Generalitat declaraba eufórico que 'el PHN está muerto y enterrado', gracias al voto de los socialistas europeos; dos días después, insistía: 'Se ha consumado la condena a muerte del trasvase del Ebro. No tendrá financiación europea y ha sido condenado por antiecológico...'. Desde luego, el optimismo es tan necesario en política como en cualquier otra actividad humana, pero no parece ser ésta -la de que, merced al voto de la Eurocámara, ya podemos olvidar el Plan Hidrológico Nacional- la percepción del asunto que tienen, cada uno desde su trinchera, ni Marcelino Iglesias, ni José Bono, ni la multitud que se manifestó el pasado domingo en Barcelona, con Pasqual Maragall a la cabeza...

Los más benévolos dirán que, fraternalmente enredado en los meandros tácticos del PSOE, el líder del socialismo catalán trata sólo de evitar, ante el toro del PHN, una cogida grave. Sea. No obstante, la madrileña calle de Ferraz parece inocente del todo respecto de esa otra madeja con la que Maragall se ha liado: la de su actitud poselectoral hacia Convergència i Unió. Veamos: el pasado 21 de febrero, este diario titulaba: El PSC mantiene abierta la puerta a CiU en un futuro gobierno de Maragall; el enunciado de La Vanguardia era casi idéntico: Maragall deja abierta la puerta a gobernar con CiU si gana las elecciones. Pues bien, 15 días después, el pasado viernes, había que rectificar: 'El líder socialista precisa que no tiene ninguna intención de incluir a CiU en un futuro gobierno'. ¿Qué ocurre? ¿Los periodistas son tan lerdos que ninguno de ellos es capaz de entender bien las palabras del ex alcalde? ¿Trata Maragall de poner de los nervios a Iniciativa per Catalunya y Esquerra Republicana? ¿Practica quizá la guerra psicológica -hoy les da esperanzas, mañana se las quita- contra los convergentes temerosos de perder sus poltronas?

Tampoco es imputable al PSOE, sino de cosecha propia, el protagonismo que Pasqual Maragall ha querido asumir en la polémica alrededor del Consejo Europeo de Barcelona y de la presencia del PSC en la manifestación antiglobalizadora de mañana. Por supuesto, no estoy hablando de cuestionar el derecho de manifestación ni de descalificar o criminalizar cualquier protesta, al modo del PP. Pienso sólo que, después de haber criticado tanto -a veces, con razón- la tendencia del pujolismo a estar a la vez en el balcón y tras la pancarta, a confundir la cultura de gobierno y la de la reivindicación, ahora el PSC -partido de gobierno- y Maragall -aspirante verosímil a presidir ese gobierno- deberían haber evitado dar la imagen de que apuestan a todos los números sin criterio, sólo por ver si cae algo... Más aún cuando el propio líder ha declarado: 'En realidad, no queremos una Europa muy distinta de la que hay'; admito que lo sospechaba y, siendo así, me pregunto si Maragall, con su experiencia, su ascendiente en el PSOE y sus contactos internacionales, no podía vehicular los matices del PSC a la construcción europea de otro modo que con eslóganes callejeros.

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Por supuesto, el catálogo de hallazgos maragallianos capaces de sembrar la confusión entre propios y extraños no termina ahí; véase, por ejemplo, la idea de invocar el Pacto Antiterrorista -la caja fuerte, el tarro de las esencias de Aznar- como palanca para una reforma constitucional; o bien la propuesta de sustituir el Som 6 milions por Som 15 milions ('junto a Valencia, Aragón, Baleares y el sureste de Francia'). Pese a todo lo cual, Maragall es un buen candidato; tal vez el mejor. A condición, claro, de que los ciudadanos consigan entender lo que dice, y de que él no se estrelle en uno de sus fulgurantes zigzags.

Joan B. Culla es historiador.

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