Columna

Diarios

En el esclarecedor epílogo a sus Memorias de Adriano, Marguerite Yourcenar replica a aquellos que habrían preferido un diario del emperador al acopio de sus recuerdos de vejez: 'El hombre de acción muy rara vez lleva un diario; no es sino mucho después, al llegar a un período de inactividad, cuando se pone a recordar, anota y por lo común se asombra'. La acción y la escritura parecen incompatibles: resulta irrisorio imaginarse a un guerrero que cada noche, después de partir cráneos y coserse las heridas, se siente frente a la palmatoria a retratar la policromía de los sentimientos de su...

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En el esclarecedor epílogo a sus Memorias de Adriano, Marguerite Yourcenar replica a aquellos que habrían preferido un diario del emperador al acopio de sus recuerdos de vejez: 'El hombre de acción muy rara vez lleva un diario; no es sino mucho después, al llegar a un período de inactividad, cuando se pone a recordar, anota y por lo común se asombra'. La acción y la escritura parecen incompatibles: resulta irrisorio imaginarse a un guerrero que cada noche, después de partir cráneos y coserse las heridas, se siente frente a la palmatoria a retratar la policromía de los sentimientos de su corazón. Ciertamente, el texto exige retiro, requiere que sus partes vayan ensamblándose y se articulen unas con otras, lo que no puede conseguirse sino desde la lejanía de la despreocupación y a veces del olvido. Nos asombraría comprobar lo vacíos que están de hechos fácticos la mayoría de los diarios redactados por escritores. El diario postizo de Pessoa, Libro del desasosiego, simplemente carece de cualquier coordenada espacial o temporal, como si flotase en el vacío, y Pavese, en El misterio de vivir, despacha con una frase la entrada de Italia en la Segunda Guerra Mundial en medio de una obra de más de quinientas páginas. El diario no retrata la vida de quien escribe, sino sus sombras, aquellos espacios en blanco que la vida deja y que la definen con más contundencia que sus avatares: el que yo sea oficinista en un lóbrego local de Lisboa no tiene la menor importancia, dice Pessoa: sólo merece grabarse que quise ser rey, o un aristócrata francés de los siglos galantes. La persona que no se encuentra habituada a escribir diarios, como la que no escribe cartas, llena las páginas de datos anodinos, burocráticos, componiendo un inventario de hechos y situaciones que atañen sólo al cuerpo y no al alma del autor. Y a la inversa, el diario verdadero prescinde escandalosamente de la materia para registrar el calidoscopio de las emociones, las incertidumbres, los pensamientos, como si fueran sólo atribuciones de un fantasma sin recipiente.

Se celebra en estos días en Andalucía el IX Simposio Internacional de Literatura Hispánica Contemporánea Luis Goytisolo, dedicado al diario como forma narrativa. Muchas supersticiones pesan todavía sobre este género, entre ellas la de que se trata del más antiguo, el que el individuo que quiere convertirse en escritor acomete con mayor sencillez. Nada más lejos de la verdad: la vida excluye su retrato, la materia móvil de la que está hecha no permite ser cristalizada. Es sólo más tarde, desde la perspectiva de la edad, cuando los acontecimientos cobran su forma definitiva y se convierten en signos, que unidos unos a otros pueden llegar a formar un texto: las memorias sí son el género originario. Para practicar un buen diario, se necesitan personas introvertidas, mal oreadas, que prefieren confesarse al papel antes que a los oídos del prójimo. Como Kafka: en una línea devastadora resumía él un día que no volvería a repetirse en su existencia, 'Domingo, 19 de julio de 1910, dormir, despertar, dormir, despertar, perra vida'. Por eso era capaz de detectar qué diarios eran valiosos: 'Cuando, en los diarios de Goethe se lee: '11-I-1797. Todo el día ocupado en arreglos diversos', ni él mismo se cree que haya hecho tan poca cosa en un día'.

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