Columna

El profesor

Un forastero que llegó a Valencia en el verano de 1976, sigiloso, casi muchacho y con una camisa de color naranja, se dejó llevar por la ciudad extraña, obedeció sus órdenes, y se perdió entre ojos y autobuses, soledades y prisas, y todo bajo un calor húmedo para él desconocido. Un rato después el caminante entró en un bar, dejó la maleta en el suelo, pidió un café y se creyó que era el héroe de una película olvidada. Tal vez un desamparado feliz. Pero pronto el forastero tuvo que volver en sí, porque los minutos pasaban, y fue para aceptar que el film era real, y que tenía que buscar alojamie...

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Un forastero que llegó a Valencia en el verano de 1976, sigiloso, casi muchacho y con una camisa de color naranja, se dejó llevar por la ciudad extraña, obedeció sus órdenes, y se perdió entre ojos y autobuses, soledades y prisas, y todo bajo un calor húmedo para él desconocido. Un rato después el caminante entró en un bar, dejó la maleta en el suelo, pidió un café y se creyó que era el héroe de una película olvidada. Tal vez un desamparado feliz. Pero pronto el forastero tuvo que volver en sí, porque los minutos pasaban, y fue para aceptar que el film era real, y que tenía que buscar alojamiento, y cruzar la tarde entre dudas y anuncios por palabras, y dormir en el barrio de Abastos. Y fue a la mañana siguiente cuando le tocó presentarse en una oficina pública, y decir su nombre y que le asignaran un mazo de expedientes con los que tendría que resistir hasta las tres de cada tarde, ya saliendo de la oficina, cuando empezaba el día que al forastero le importaba. Cuando Valencia ya tenía otro ritmo, y las horas se volvían de un esplendor amable; de terrazas y libros; horas que coronaban los sábados en los conciertos del Micalet (Llach, Sisa, Ovidi, Gato Pérez), donde los chicos y chicas educados en la dictadura recién fallecida se besaban mucho y por nada, todo tan democrático y nuevo, tan gentilmente lascivo en algunas bancadas; y el forastero se sentía bien en aquel entorno y eso que aún no conocía a nadie, sólo de vista.

Aquel joven de tantos transitaba la Valencia luminosa, caótica, expectante y agraria de hace un cuarto de siglo, y pronto comenzaron a correr los meses del otoño en un piso en la calle Azcárraga, y surgieron amigos y complicidades en el magma de las primeras manifestaciones por la libertad, la amnistía y el estatuto de autonomía. Fue entonces, en aquellos ritos, cuando el viajero supo que muchas de las personas que trataba compartían una confidencia de la que hablaban con calor: aquellas gentes de bien le contaban que en Valencia había un tipo desgarbado que era todo sencillez y talento, vocación y compromiso, y que este hombre, que no sé ahora si acababa de abandonar la urbe en aquel año, se llamaba Ernest Lluch y era profesor de economía.

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