Columna

Brasil: caída y resurrección

A última hora los dioses tomaron partido: con permiso del enterrador, Brasil consiguió clasificarse para el Mundial 2002.

El desenlace llegó después de una larga odisea en la que se agolparon los sentimientos de incertidumbre, orgullo y fatalismo. En algún momento, los más viejos seguidores canarinhos evocaron la derrota de 1950 ante Uruguay en Río. Al olor de la gloria, entonces habían organizado una imponente fiesta tropical: llenaron Maracaná de banderas, maracas y silbatos y en lugar reservado dispusieron una hilera de jaulas con millares de palomas. Tenían un plan: al final ...

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A última hora los dioses tomaron partido: con permiso del enterrador, Brasil consiguió clasificarse para el Mundial 2002.

El desenlace llegó después de una larga odisea en la que se agolparon los sentimientos de incertidumbre, orgullo y fatalismo. En algún momento, los más viejos seguidores canarinhos evocaron la derrota de 1950 ante Uruguay en Río. Al olor de la gloria, entonces habían organizado una imponente fiesta tropical: llenaron Maracaná de banderas, maracas y silbatos y en lugar reservado dispusieron una hilera de jaulas con millares de palomas. Tenían un plan: al final del partido, conseguida la victoria, las lanzarían al aire para difundir la pasión. La escena sería inolvidable: una cascada de serpentinas se derramaría sobre el césped, un castañeteo de alas comenzaría a elevarse desde el cráter del estadio y, oculto por un bordado de plumas y confeti, el sol se oscurecería en la vertical del Pan de Azúcar.

Sin embargo, Uruguay les asfixió con su camiseta celeste y se llevó la Copa del Mundo. Consumado el fiasco, volvieron a casa, cocinaron las palomas y rezaron para que llegase pronto el Carnaval. Desde entonces, ganar dejó de ser una simple conveniencia para los brasileños. Se había convertido en una necesidad.

Ahora venían de padecer una depresión colectiva que había derivado en una extraña crisis de identidad. Parece que todo comenzó en un ataque de amnesia: los jugadores no tenían la memoria del campeón ni el sentido de estirpe que implica suceder a Pelé y compañía. A la primera señal de peligro saltaban las costuras de los uniformes y se operaba en los chicos una misteriosa descomposición profesional. Primero acusaban algunos síntomas de angustia, luego caían en un estado de ansiedad y finalmente sufrían un ataque de pánico. A partir de ese instante la Selección Brasileña dejaba de ser una escuela de samba y se convertía en un congreso de patanes.

Durante muchos años había usado un infalible método hipnótico. Iniciaba una danza ceremonial, le daba al balón un baño de material narcótico y, cuando el contrario entraba en letargo, pegaba un acelerón, le ganaba la espalda y metía un latigazo a la escuadra. Por alguna oscura razón, un día se deslumbró con la musculatura del fútbol europeo y dejó de creer en su propio sistema.

En estos días ha recibido el último aviso. Si quiere evitar sobresaltos, tiene que invocar a Garrincha y pedirle la fórmula de la poción.

Aunque, pensándolo bien, bastaría con que dejara de asomarse al exterior y volviera a mirarse en su propio espejo. Brasil sólo puede compararse con Brasil.

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