FÚTBOL | La semana del clásico

Placeres

Dicen que es el actual opio del pueblo pero tal y como deben estar los campos de amapolas de Afganistán a estas alturas del año no debería resultar extraño que su sucedáneo, el fútbol, haya incrementado espectacularmente la demanda.

Política internacional al marge, el partido del domingo es, probablemente, el único encuentro en el que una gran parte de los lugareños se identifica con un club del que saben desde hace tiempo que está compuesto por profesionales multimillonarios que defienden sus colores con el pragmatismo característico de la economía de libre mercado. Un Madrid-Barcelona...

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Dicen que es el actual opio del pueblo pero tal y como deben estar los campos de amapolas de Afganistán a estas alturas del año no debería resultar extraño que su sucedáneo, el fútbol, haya incrementado espectacularmente la demanda.

Política internacional al marge, el partido del domingo es, probablemente, el único encuentro en el que una gran parte de los lugareños se identifica con un club del que saben desde hace tiempo que está compuesto por profesionales multimillonarios que defienden sus colores con el pragmatismo característico de la economía de libre mercado. Un Madrid-Barcelona es equivalente a una competición europea, casi se podría decir que es similar a una final de la Copa de Europa, sin que nadie piense ni por un instante -ni siquiera los catalanes- que se considera a Barcelona ciudad extranjera. Es una cuestión sentimental, es decir, irracional.

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Lo que está en juego en esta ocasión no son los tres puntos, ni el honor, ni la supremacía de nadie sobre nadie. El problema no es el orgullo herido, es, sobre todo, el tener que aguantar durante días la humillación de la derrota, un fracaso que será recordado y diseccionado por todos los medios de comunicación con sádica o masoquista constancia.

El mundo, ya se sabe, es complejo, y la confusión, la reina de la casa, pero, y quizá sea ésta una de sus escasas virtudes, ante un partido como éste se despejan todas las incertidumbres: sólo vale ganar. Ni la mala suerte, ni el árbitro, ni los imponderables, ni siquiera los errores del doble pivote, ni las asistencias, ni tantos y tantos nuevos términos y conceptos con los que los eruditos a la violeta anonadan al teleoyente y excusan la ira semántica de Luis Aragonés: nada justifica la fatua pesadez de un triunfo blaugrana. Durante una tarde de domingo el orden universal retoma la sencillez de las fronteras: a un lado los buenos, y al otro, los malos.

Perder o empatar con el Málaga, el Betis o el Alavés, por ejemplo, es una torpeza. Hacerlo con el Barcelona es un desastre que estimulará el sarcasmo ajeno durante toda la semana hasta acabar impregnando la vida cotidiana de la ciudad de un absurdo pero latente y real hastío. Son los únicos 90 minutos de juego al año en los que los once adalides del neoliberalismo económico representan algo más que a sí mismos y a sus intereses.

Durante un par de horas deberán abandonar su ciega y comprensible militancia en la llamada Escuela de Chicago y dejarse la piel en el césped, recuperar lo mejor de su juego y demostrar la sabiduría deportiva acumulada a lo largo de los años para conseguir que los indiferentes y los desesperanzados, todos los que estoicamente son capaces de asimilar domingo tras domingo las rutinarias explicaciones sobre los errores propios y las prometidas enmiendas, sientan el pequeño e injustificado placer de comprobar que a Joan Gaspart ya no le quedan uñas que morderse. Que se cumpla el rito.

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