Columna

El pico Fraga

Conocí a un hombre que enloqueció por Fraga hacia 1972. Aquel caballero vivía en una ciudad del norte y tenía enchufes de Falange: daba clases de política, hablaba por la radio, organizaba desfiles y cobraba un sueldo del Movimiento.

Para aquel hombre, Manuel Fraga Iribarne era el héroe que él no pudo ser: un catedrático laborioso y un ministro de Franco autoritario y eficaz. Pero Fraga por entonces estaba apartado de lo público, perdedor en su enfrentamiento con los meapilas del régimen, y aguardaba el retorno desde la gerencia de una famosa firma cervecera. Tiempo después, cuando Frag...

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Conocí a un hombre que enloqueció por Fraga hacia 1972. Aquel caballero vivía en una ciudad del norte y tenía enchufes de Falange: daba clases de política, hablaba por la radio, organizaba desfiles y cobraba un sueldo del Movimiento.

Para aquel hombre, Manuel Fraga Iribarne era el héroe que él no pudo ser: un catedrático laborioso y un ministro de Franco autoritario y eficaz. Pero Fraga por entonces estaba apartado de lo público, perdedor en su enfrentamiento con los meapilas del régimen, y aguardaba el retorno desde la gerencia de una famosa firma cervecera. Tiempo después, cuando Fraga fue nombrado embajador en Londres y se paseaba con bombín por la prensa posibilista, el hombre enamorado de Fraga redobló su pasión, y si yo coincidía con él por la calle, cosa que era frecuente, me participaba las nuevas maravillas de don Manuel, quien siempre tuvo mucho predicamento entre los hombres menores y ambiciosos de las pequeñas ciudades. Gentes que se hacían lenguas de que Fraga era hijo de familia pobre, que fue número uno en casi todo, que trabajaba más que nadie, que escribía muchos libros, que era honrado y sincero, y también, ¿por qué no? que era un tanto libertino en asuntos del amor, como buen gallego. Aquel hombre una tarde me llevó a su despacho y me enseñó una carta con el membrete de las cervezas, en la que Fraga agradecía a mi interlocutor el envío de un infame libro de historia comarcal. Tiempo después, el hombre enamorado de Fraga y otros incondicionales de la zona propusieron, y lograron, que uno de los montes más altos de la remota sierra galaico-leonesa de los Ancares fuera bautizado como pico Fraga Iribarne, y así debe constar en los mapas catastrales. También fue por entonces cuando Fraga se autodefinió como un 'liberal que encarcela' o algo parecido. El criterio parecía burdo y chocante, pero es curioso que haya recuperado su vigor tantos años después, cuando los estados liberales de Occidente palidecen ante la embestida del fanatismo criminal. Cuando es más legítimo que nunca defender la democracia, pero también propagarla, con dinero, talento y tacto, por los países desventurados de la tierra, que son tantos.

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