Crítica:

Una agonía vivificadora

Este filme mexicano -cuyo recorrido es sólo imaginable sobre la piel de México, pero que interiormente rebosa de universo y de ahí su triunfo en el festival de Venecia- es más de lo que a primera vista parece. Se ve Y tu mamá también con el aliento cortado por su trepidante aventura de forja de unos caracteres, pero sólo se disfruta plenamente de su temblor emocional y de las ideas que se aprietan en los pliegues de su ingenio cuando uno se despoja de anteojeras de moralina y se deja arrastrar por la delicada fuerza de su deslizamiento. Y por eso conviene detener -en las breves zonas de...

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Este filme mexicano -cuyo recorrido es sólo imaginable sobre la piel de México, pero que interiormente rebosa de universo y de ahí su triunfo en el festival de Venecia- es más de lo que a primera vista parece. Se ve Y tu mamá también con el aliento cortado por su trepidante aventura de forja de unos caracteres, pero sólo se disfruta plenamente de su temblor emocional y de las ideas que se aprietan en los pliegues de su ingenio cuando uno se despoja de anteojeras de moralina y se deja arrastrar por la delicada fuerza de su deslizamiento. Y por eso conviene detener -en las breves zonas de respiro del viaje, en esos brotes de voz en off donde se deja ver el recio tejido de la escritura que sostiene a la arquitectura visual- el flujo secuencial, para así percibir que en él circula de forma torrencial, frenéticamente, la sangre de uno de los filmes paradójicamente más sosegados y generosos del cine reciente.

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Y tu mamá también traza un exacto itinerario de tragedia mediante un juego agilísimo, casi un torbellino, de mutaciones de la escena a través de veloces paisajes de tránsito, de apretamientos de tiempos, de vuelcos de situaciones, de súbitos relevos de personajes y de brotes de imágenes huidizas, viajeras, que componen el poema de un movimiento, de una traslación, tocado de luz, de pureza y de diafanidad. Hay dentro de este filme cine de poderosa factura, de muy sabio y hondo oficio.

Agonía

Es el relato de una agonía, una gozosa agonía, una agonía vificadora, que revienta de vida. Su eje es una mujer que, en el último tramo de la busca de sí misma, desencadena un movimiento de libertad que abre de par en par las puertas del inmenso talento intuitivo de Maribel Verdú, que absorbe y se adueña de la identidad de esa mujer como si en ello le fuera la vida y, escoltada por dos arrolladores muchachos actores mexicanos, Gael García Bernal y Diego Luna, da alma y carne al juego triangular esculpido con rara elegancia por Alfonso Cuarón, que borda una prodigiosa aplicación de la ley del crescendo trágico y edifica un filme libérrimo, aunque esté atrapado en las redes del modelo genérico del relato itinerante, o filme de camino, o road movie. Y es el sagaz empleo por Cuarón de este patrón genérico lo que le permite hacernos entrar casi de puntillas, inutilizando la amenaza de la solemnidad, en las zonas insondables de la pantalla, para en ellas bañarnos con zumo de vida en un negro vuelo de muerte. Palabras mayores.

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