Columna

L'Hortet

Los valencianos llevamos mayoritariamente un labrador en nuestro mapa genético, que los nuevos ilustrados llaman ADN. Desde hace unas semanas, tal como ocurrió en la década de los 90 con la guerra del golfo o en la crisis del petróleo de los setenta, l'hortet se ha vuelto a poner de moda. Un huerto rodeado de frutales variados, bien orientado, en zona alta, a salvo de las avenidas y riadas, con su plantación de huerta en temporada, a la sombra de una higuera y de un emparrado, se aproxima, ahora más que nunca, al paraíso.

Da lo mismo que uno sea industrial, funcionario, construct...

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Los valencianos llevamos mayoritariamente un labrador en nuestro mapa genético, que los nuevos ilustrados llaman ADN. Desde hace unas semanas, tal como ocurrió en la década de los 90 con la guerra del golfo o en la crisis del petróleo de los setenta, l'hortet se ha vuelto a poner de moda. Un huerto rodeado de frutales variados, bien orientado, en zona alta, a salvo de las avenidas y riadas, con su plantación de huerta en temporada, a la sombra de una higuera y de un emparrado, se aproxima, ahora más que nunca, al paraíso.

Da lo mismo que uno sea industrial, funcionario, constructor o profesional liberal. Hasta los informáticos -entre pantallas, circuitos y conexiones- sueñan en aposentar sus reales equipos en una alquería donde se cultiven cebollas, melones y calabazas. Alejados de la ansiedad urbanita, sin asfalto ni rascacielos, los ciudadanos que huyen de su perdición, vuelven a sentir seguridad amparados en los bienes raíces y el confortante olor a tierra húmeda.

La sociedad industrial marcó, no hace mucho, el signo del progreso en el que tiene todavía un peso específico. En cambio, cuando a la civilización comienza a temblarle las piernas, volvemos casi automáticamente al abrigo de las seguridades que ofrecía en su tiempo el seno de la primera ola. Tierra, campo, árboles, alimentos, son sinónimos de equilibrio y tranquilidad, factores que no tienen precio cuando parece fallar lo demás.

Llegado a este punto conviene aclarar que en la terminología de los expertos la primera ola coincide con la apoteósis de los fisiócratas concentrados en la agricultura y obsesionados por cómo alimentar al mundo. La segunda ola es la que viene a reinar a partir de las revoluciones industriales, cuando la producción del sector secundario domina el mundo y las transacciones comerciales se extienden en el intercambio de dinero por cosas. La tercera ola, la más actual y, por tanto, más nuestra, coincide con el auge de la comunicación, la imagen y los servicios. La figura de l'hortet en alza es una especie de vuelta atrás, en paralelo con la caída de los precios del petróleo. El barril de brent, cuyo preciado contenido procede de las entrañas de la tierra, comparte con l'hortet el destino inmediato de su cotización. El mercado del automóvil inicia su declive con la tendencia de la demanda hacia fórmulas más ecológicas. En esta cadena el efecto dominó no ha hecho más que comenzar.

Así, l'hortet está renaciendo en nuestras ambiciones. Reducido a la capacidad de nuestras posibilidades domésticas. Controlable y dimensionado con un comedido sentido del límite, en donde las coordenadas no nos atosiguen. Para que seamos reyes de nuestros actos y no servidores de nuestras ambiciones.

Los huertos son una medida sociológica de la idiosincrasia mediterránea. En Sicilia, en Murcia, en Cataluña, en las islas Baleares, en Córcega, en Cerdeña y en la Italia que mira al Mare Nostrum, los huertos forman parte de la estructura tradicional en la vida de sus habitantes. Cuando se perciben aires de inquietud e incertidumbre, l'hortet se replantea como un remanso de paz, donde la economía puede volver a los cuarteles de invierno y en el que, desde siempre, la vida ha sido capaz de recomenzar sus peripecias.

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