SAQUE DE ESQUINA | Séptima jornada de la Primera División

Dos deportistas

Dos misiles tierra-tierra chocaron sobre el césped de Riazor. Fue en el derby gallego, un partido que el Depor y el Celta jugaron a quemarropa. Acompañados de un sonido metálico, los futbolistas se pusieron el parche en el ojo, se ajustaron el garfio y fueron al abordaje con la única preocupación de buscar el cuerpo a cuerpo.

Cada maniobra parecía una reacción en cadena. El dueño de la pelota armaba la musculatura, tocaba hacia el compañero, y luego se iba, encendido, a ocupar el espacio libre para recibir de nuevo. Acto seguido los papeles se invertían. El invasor se convertía e...

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Dos misiles tierra-tierra chocaron sobre el césped de Riazor. Fue en el derby gallego, un partido que el Depor y el Celta jugaron a quemarropa. Acompañados de un sonido metálico, los futbolistas se pusieron el parche en el ojo, se ajustaron el garfio y fueron al abordaje con la única preocupación de buscar el cuerpo a cuerpo.

Cada maniobra parecía una reacción en cadena. El dueño de la pelota armaba la musculatura, tocaba hacia el compañero, y luego se iba, encendido, a ocupar el espacio libre para recibir de nuevo. Acto seguido los papeles se invertían. El invasor se convertía en invadido, el juego cambiaba de rumbo, y el partido marcaba un compás de oleadas y mareas.

De repente, un balón suelto cayó en tierra de nadie. Contagiados por el ruido de fragua, Manuel Pablo y Giovanella corrieron a buscarlo. Cuando quisieron darse cuenta eran dos proyectiles que seguían trayectorias opuestas y viajaban hacia el mismo blanco.

Ellos también representaban valores opuestos. Construido en fibra vegetal, Manuel Pablo era un organismo cuya áspera corteza no invitaba precisamente al contacto. A sus veinticinco años había conseguido un amplio crédito profesional: en el Campeonato de Liga, tan apegado a la velocidad y a la disciplina, un tipo como él, firme, duro y rápido, podía ser un antídoto ideal para los extremos más hábiles, desde Savio hasta Overmars. Convertirse en el número uno sólo sería cuestión de tiempo.

Giovanella, el reverso, había aprendido el oficio en las escuelas brasileñas de samba, pero en su origen estaba su infortunio: allí era un jugador de clase media condenado a transformarse en un centrocampista de aluvión. Aquí, como todo emisario del fútbol tropical, fue acogido con el máximo respeto. Su chocante aspecto de querubín, su aplicación táctica y su puntualidad defensiva le convirtieron en lugarteniente de Víctor Fernández. Nada menos.

Y ahora, en fin, allí estaban los dos. Se estrellaron sobre la pelota, sonó un chasquido y, por caprichos de la física, los papeles volvieron a invertirse. Duro, pero inflexible como una encina, Manuel Pablo crujió, se resquebrajó y, con una pierna rota, se fue sonriente al hospital. Ligero, pero flexible como un junco, Giovanella salió ileso, miró a su colega, sufrió un ataque de pena y se marchó llorando.

Fue la fotografía de un partido incandescente. Aquel cruce de gestos valió por todo el Campeonato.

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