Columna

Real plató

Aún no se sabe si Felipe de Borbón ha decidido casarse, tampoco si tiene novia. En las casas reales, los indicios o las evidencias no tienen que ver con la realidad hasta que los reyes no la asumen en un comunicado: existe lo que ellos nombran, al menos en sus asuntos. Y además, los expertos en sangre azul, los monárquicos eruditos, los especialistas en enaguas de princesa, los autores de manuales de cómo se hace una futura reina y qué primores deben adornarla, no han refrendado todavía la elección del príncipe de Asturias en el caso de que el vástago del Rey se haya decidido por una señorita ...

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Aún no se sabe si Felipe de Borbón ha decidido casarse, tampoco si tiene novia. En las casas reales, los indicios o las evidencias no tienen que ver con la realidad hasta que los reyes no la asumen en un comunicado: existe lo que ellos nombran, al menos en sus asuntos. Y además, los expertos en sangre azul, los monárquicos eruditos, los especialistas en enaguas de princesa, los autores de manuales de cómo se hace una futura reina y qué primores deben adornarla, no han refrendado todavía la elección del príncipe de Asturias en el caso de que el vástago del Rey se haya decidido por una señorita noruega llamada Eva Sannum. Pero este estado de provisionalidad que tanto parece inquietar a muchos, incluso a algunos republicanos exigentes con que la monarquía no corra riesgo de republicanismo, no empece para que sean los mismos que no quieren esta boda por nada del mundo los que, al menos de boquilla, la estén preparando ya. Y todos ellos dan por supuesto que Madrid es el escenario elegido.

La verdad es que sin una exposición universal que nos deje en herencia un parque de atracciones, ni unas olimpiadas que nos transformen el Manzanares -excepcionales ocasiones para que Álvarez del Manzano aumente el número de obstáculos del peor gusto en la nueva iconografía hortera de la ciudad-, y con una capitalidad cultural de la que no hay memoria porque apenas fue, a Madrid le está haciendo falta ya una boda real, con lo que aumenta la responsabilidad del Príncipe no sólo con su institución, sino con la ciudad en la que está empadronado. Pero nadie descartaría que un príncipe moderno optara por contraer matrimonio en su propia casa, que en Madrid está, y más en el caso de este nuestro Príncipe, que muy pronto la tendrá nueva, reluciente y espaciosa, si no fuera que tal inclinación a lo privado no complacería, a buen seguro, a los que razonablemente no perdonan a la Monarquía que renuncie al boato espectacular de su propia liturgia.

Una boda real es, sobre todo, un programa de televisión. Y en lo que más coincide una monarquía con la sociedad moderna es en su sentido del espectáculo, en su puesta en escena. Es casi en lo único en lo que en lugar de tener que adaptarse a los tiempos han podido ver los reyes cómo son los tiempos los que los obligan a volver al pasado. Y la ventaja para Madrid ante esta ocasión de hacerse ver en el mundo de la globalizada sociedad del corazón es que su alcalde no tendrá que presentar candidatura para que se la rechacen como en el caso de los eventos deportivos que ambiciona acoger en Madrid. Una de las mejores promociones de la capital fue la Conferencia de Paz celebrada en el Palacio Real. Aquel Madrid de la fachada palaciega y los jardines de Sabatini, adonde Manzano no había llegado con su dudoso gusto, proyectó una imagen de Madrid por todo el mundo tan señorial y atractiva como incompleta.

Ahora bien: si el plató de la boda es el pastiche de la catedral de la Almudena, donde el mal gusto del arzobispo se enmarida con el del alcalde, no es seguro que Madrid corra la misma suerte. Y si es verdad, como dicen, que al Rey no le gusta este escenario, gana el Monarca con ello un prestigio de buen gusto que no le viene mal a una casa donde es la Reina la que lo tiene acreditado. Pero si optan por los Jerónimos, tan pequeña, mucho me temo que tengan que elegir entre los invitados y las cámaras de televisión. No así en San Francisco el Grande, de donde tendrían que sacar los andamios para meter la boda. Hacerla en el Retiro, con buen tiempo, y bajo reales carpas en cuyo diseño intervinieran Moneo, Calatrava o Mariscal, sin consejo alguno del alcalde, no sería una mala idea, pero tampoco lo es una boda real en el Pozo del Tío Raimundo, a menos que sus habitantes se ofendan razonablemente con la frivolidad y corran a los novios, a los invitados y a los cronistas a gorrazos.

Así que lo mismo decide el Príncipe casarse en Covadonga, que para eso está en su Principado de Asturias, ya que sigue recibiendo orientaciones de todo bicho viviente, obispos incluidos, sobre si casarse o no, con quién casarse, dónde, cómo y cuándo.

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