Tribuna:

Dos parábolas sobre la igualdad

Ninguna es mía. Me limito a explotarlas, con bastantes licencias, al hilo de declaraciones de destacados líderes socialistas que, a mi parecer, no acaban de tener un trato cómodo con el ideal igualitario: una se refiere a la naturaleza de la igualdad; la otra, a cómo conseguirla. La primera parábola resulta de provecho al aquilatar esa eficaz síntesis del proyecto socialista que aparecía en una entrevista de Ricardo Lagos, presidente de Chile: 'A lo mejor ser socialista hoy es garantizar que usted puede llegar a ser Bill Gates' (EL PAÍS, 3 de junio de 2001). La iluminadora fórmula precedía a u...

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Ninguna es mía. Me limito a explotarlas, con bastantes licencias, al hilo de declaraciones de destacados líderes socialistas que, a mi parecer, no acaban de tener un trato cómodo con el ideal igualitario: una se refiere a la naturaleza de la igualdad; la otra, a cómo conseguirla. La primera parábola resulta de provecho al aquilatar esa eficaz síntesis del proyecto socialista que aparecía en una entrevista de Ricardo Lagos, presidente de Chile: 'A lo mejor ser socialista hoy es garantizar que usted puede llegar a ser Bill Gates' (EL PAÍS, 3 de junio de 2001). La iluminadora fórmula precedía a una defensa de la educación en una estrategia argumental frecuente -quizá la única medianamente articulada- entre los teóricos de la llamada tercera vía: un sistema educativo poderoso permitiría conceder a todos, con independencia de su origen social, las mismas oportunidades sociales. Para sopesar esa tesis sirve la primera parábola. Nos presenta a diez personas en una habitación con una puerta abierta que cada una de ellas es libre de franquear cuando quiera, aunque, eso sí, cuando tres de ellas traspasan el dintel, la puerta se cierra inmediatamente. En esas circunstancias, cada una de ellas es -por 'igual'- libre, pero siempre que no lo sean colectivamente; cada uno está en condiciones de, 'potencialmente', ser libre... mientras los otros no lo sean realmente.

A la propuesta de la educación le sucede algo parecido. Los estudios permiten mejorar..., siempre que no todos dispongan de estudios. Lo saben bien nuestros estudiantes que fatigan vida y recursos en trufar su currículum vitae con masters y cursos no siempre elegidos desde la vocación incontenible: el primero que obtuvo un título tenía las puertas abiertas; cuando todos lo tienen, el título pierde su valor 'diferencial'. Mis estudios valen mientras sólo yo los tenga. Es más, cuando todos disponen del título y quedan emparejados como al principio, no es raro que vuelvan a operar las verdaderas diferencias: el origen social en forma de acceso a 'redes de información' o, llanamente, el nepotismo y el compadreo. Sin duda, algún estudiante se puede beneficiar de sus estudios; aunque seguramente no tanto como los profesores que desatienden sus clases seguras en la enseñanza pública, o las dejan en manos de ayudantes, para concentrar su esfuerzo en el bendito negocio de los masters. Por supuesto, que la educación no sirva para corregir el escenario desigualitario no quita para que, por lo general, sea buena cosa. Que pueda contribuir, por ejemplo, a la formación de buenos ciudadanos. Otro cantar es que la educación de la que se habla parezca bastante alejada de la paideia, que se entienda como un modo de 'llegar a ser Bill Gates', de hacerse rico en breve.

En breve, la educación, como el dopaje, en el mejor de los casos, iguala las posibilidades de vencer. No corrige la naturaleza desigualitaria de la competición, no aumenta el número de medallas a repartir: una sociedad regida por un dictador elegido al azar entre los ciudadanos no es una sociedad igualitaria, aun si 'todos tienen iguales posibilidades'.

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La segunda parábola tiene que ver con el cómo se consigue la igualdad y resulta oportuna para abordar los debates socialistas acerca de los sistemas fiscales. Empecemos esta vez por la parábola. Imaginemos que, en una fiesta, tenemos un pastel por repartir, todos somos golosos y queremos distribuirlo en partes de igual tamaño. Podemos proceder, entre otras, de dos maneras: podemos confiar en un compromiso colectivo con la igualdad y dejar que cada uno, en virtud de ese compromiso, coja un pedazo sin ignorar las necesidades de los demás; y podemos, en una atmósfera de egoísmo y mutua desconfianza, establecer la regla: 'que corte el pastel el último en escoger trozo', en la seguridad de que, procurando por su propio beneficio y anticipando que los demás harán lo propio, el encargado de repartir cortará pedazos milimétricamente iguales. Aunque el reparto, en los dos casos, sea igualitario, hay una importante diferencia. En el primer caso, hay un vínculo normativo de los miembros de nuestra pequeña comunidad con la igualdad, o, más en general, con los intereses de los demás. En el segundo, no: se produce la igualdad, pero no se confía en que los 'ciudadanos' estén por la igualdad, la consideren justa y se comprometan con ella. Antes al contrario, se presume que les trae sin cuidado la suerte de los demás y sólo se preocupan por ellos mismos.

No hace falta mucha imaginación para adivinar dos miradas sobre los impuestos en la trastienda de las dos perspectivas descritas. En un caso, en lo que podríamos llamar 'mirada Piqué', en honor a unas memorables declaraciones en las que el ministro defendía el uso de artimañas fiscales, hay una completa ausencia de sensibilidad pública y se juzga que los impuestos son un mal que, como las enfermedades, los ciudadanos trampean como pueden. En la trastienda de esa perspectiva, amén de la presunción de que la distribución del mercado (los salarios y los beneficios) es la distribución 'correcta', asegura cada uno lo que es 'justamente suyo', y que el 'expolio' social empieza después, con los impuestos, hay una desconfianza genuinamente liberal acerca de las posibilidades de las gentes para asumir vínculos ciudadanos y, en el fondo, para reconocer en el Estado un instrumento colectivo capaz de asegurar la justicia y la libertad de todos. La otra perspectiva no empieza por pedir perdón por alentar los compromisos cívicos y en su idea de buena sociedad opera, como supuesto y como horizonte, la convicción de que una comunidad política no puede considerarse saludable si, en algún grado, los ciudadanos no entienden el bienestar de los otros como parte -y condición- de su propio bienestar. Una advertencia al paso: desde esa mirada se está en condiciones de discutir la calidad democrática, cívica, y, también, el supuesto bienestar de una sociedad, como la vasca, en la que hay unos 'pocos' que no disfrutan de elementales libertades políticas.

Por supuesto, no se trata de dejar el pago de impuestos a la voluntad de cada cual, sino de favorecer un contexto normativo en el que opiniones como las expresadas por Piqué se consideren como socialmente patológicas. Aliento que, desde luego,

está lejos de producirse cuando la competencia electoral se hace en nombre de 'bajar los impuestos' o, más sutilmente, de la necesidad de 'devolver' a la sociedad sus responsabilidades. La izquierda no puede avergonzarse de defender elementales principios de reciprocidad ('los unos por los otros') ni sentirse a la defensiva a la hora de afirmar que un Estado poderoso es la mejor garantía frente a la arbitrariedad y el poder de unos pocos, que es en lo que acostumbran a terminar las 'devoluciones' a la sociedad. Es cierto que hay problemas, técnicos, de cómo han de cristalizar esas propuestas en la práctica. Pero para resolverlos hay que empezar por tener claro qué es lo que se quiere y por reforzar en los ciudadanos una defensa comprometida de los impuestos y de, al menos, elementales principios de reciprocidad. Entre otras razones, porque una ciudadanía que carece de sensibilidad para con los otros es, además, una dificultad adicional, una fuente de problemas sociales. El sistema impositivo, sus principios, depende, muy fundamentalmente, de qué se considera socialmente aceptable y qué no: si la existencia de necesidades básicas por cubrir no se juzga una aberración moral, resulta razonable que los impuestos se vean como un robo de lo 'mío'. Una sociedad donde existe una mirada sospechosa respecto a lo 'público' y que carece de un fermento normativo que penalice a 'los listillos', otorga cuartelillo a las frecuentes y tramposas invocaciones a la eficacia según las cuales los impuestos progresivos disuaden de producir, invocaciones que, aunque faltas de solvencia científica, simplemente, por el hecho de repetirse una y otra vez, con impudicia, adquieren la plausibilidad de la que carecen y, lo que es peor, pasan a resultar 'verdaderas', una vez quedamos persuadidos con la repetición de la letanía de que 'claro, es lo normal'. Por lo demás, no hay que confundir los principios que inspiran los diseños institucionales con su cristalización práctica, con la forma concreta que toma el sistema impositivo. Por ejemplo, no veo de qué modo socavaría las ganas de trabajar la propuesta avalada por un destacado economista francés, S.-Ch. Kolm, según la cual cada uno entrega no en función de lo que gana, sino todo lo que gana durante un periodo determinado, ciertas horas a la semana (http://www.liberation.fr/quotidien/debats/aout97/kolm1308.html). Incluso podría favorecer la laboriosidad porque cada uno podría querer aumentar el resto, 'su' parte, intocable, una vez satisfechos los compromisos con sus conciudadanos.

Los asuntos aquí implicados no son de ayer ni de poco alcance. Después de la Segunda Guerra Mundial, la socialdemocracia asumió que no había alternativas al mercado, que cualquier proyecto igualitario tenía que tomar al mercado como el mar de fondo sobre el que navegar. No faltaban razones atendibles a esa convicción, pero tampoco se pueden ignorar los riesgos de aquella asunción para el vínculo ciudadano con la igualdad. La apuesta por el mercado suponía una aceptación, ora resignada ora complacida, de que las gentes se mueven, en su trato con los demás, exclusivamente según dos principios que no son precisamente aceite para el motor igualitario: el egoísmo, según el cual 'participo en las tareas colectivas sólo mientras pueda obtener beneficios', y la desigualdad, según la cual 'participo mientras existan desigualdades y pueda beneficiarme de ellas'. Habría mucha tela que cortar acerca de si tales motivaciones constituyen el repertorio único de las disposiciones humanas, de si no damos para más. Por lo que sabemos, no es así: la especie humana tiene también una psiquis propicia a los comportamientos cooperativos. En todo caso, lo que resulta indiscutible es que aquellas disposiciones y principios son el combustible que abastece y produce el mercado, que han constituido el horizonte de lo humanamente posible con el que han trabajado los proyectos de la izquierda victoriosa electoralmente y, sobre todo, que resultan pésimas para el cultivo de una ciudadanía activa y responsable.

Con todo, la historia no se acaba aquí. Incluso si se admite que hay que contar con el mercado, hay matices no desprovistos de implicaciones. Una cosa es aceptar que los ejércitos pueden ser necesarios, circunstancialmente, y otra pensar que son una bendición del señor y dar aliento a una moral cuartelera o autoritaria. Podemos entregarnos al culto al mercado y aceptar como argumento último, capaz de justificar de cualquier desatino social, la 'necesidad de favorecer las expectativas empresariales' o, por el contrario, aun reconociendo que el mercado nos interesa para ciertas cosas, adoptar una mirada desconfiada y alerta a sabiendas de que hay muchas que hacen mal, ineficientemente, y de que tiene consecuencias cívicas no del todo saludables. Entre la apología y el mal menor hay, por lo menos, una diferencia: con el mal menor estamos en condiciones de reconocer cuando algo ha dejado de servirnos y a despacharlo sin idolatrías. Incluso con alivio.

Félix Ovejero Lucas es profesor de Metodología de las Ciencias Sociales en la Universidad de Barcelona.

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