Columna

La montaña

La salida del colegio era el despiporre. Cruzar la puerta del patio nos provocaba una especie de estímulo hormonal derivado de ese intangible y preciado bien que es la sensación de libertad. Arrastrando la cartera de cuero cargada de cuadernos y libracos, corríamos campo a través con dirección a una pequeña colina próxima que entonces nos parecía una gran montaña. Escalarla era cuestión de segundos. Empujados por el ansia de victoria alcanzábamos la cima, soltábamos la maldita cartera y nos declarábamos solemnemente reyes de la montaña. Cumplimentado ese excitante ritual, procedíamos de inmedi...

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La salida del colegio era el despiporre. Cruzar la puerta del patio nos provocaba una especie de estímulo hormonal derivado de ese intangible y preciado bien que es la sensación de libertad. Arrastrando la cartera de cuero cargada de cuadernos y libracos, corríamos campo a través con dirección a una pequeña colina próxima que entonces nos parecía una gran montaña. Escalarla era cuestión de segundos. Empujados por el ansia de victoria alcanzábamos la cima, soltábamos la maldita cartera y nos declarábamos solemnemente reyes de la montaña. Cumplimentado ese excitante ritual, procedíamos de inmediato a recoger piedras de distinto tamaño y acumularlas al borde del terraplén. No había mucho tiempo, necesitábamos proveernos cuanto antes de munición porque enseguida vendrían otros con el ánimo igualmente exaltado y la intención de desalojarnos de nuestra valiosa atalaya. El ataque era feroz. El enemigo surgía por todas partes ampliando el perímetro del frente para disgregar nuestras fuerzas. Allí por donde prosperaba su avance les recibíamos con una lluvia de piedras hasta obligarles a retroceder. Al principio resultaba fácil, pero según iban llegando más y más adversarios, la desproporción de efectivos hacía insostenible la posición. Los últimos instantes de la batalla resultaban sencillamente apasionantes. Exhaustos y con el cuerpo maltrecho por las pedradas, arrojábamos grandes pedruscos terraplén abajo para cubrirnos la retirada. Mientras rodaban corríamos en dirección contraria entregando el cerro a los contrarios. La ceremonia se repetía al día siguiente, si bien defensores y atacantes invertían sus papeles. Puede que este relato les haya inducido a pensar que el lugar de la acción era un pequeño pueblo y sus protagonistas unos cazurros violentos y maleducados. Sin embargo, nada es como parece. El escenario de la cotidiana batalla era un descampado próximo a la madrileña calle de Costa Rica, en pleno barrio de Chamartín. Un espacio ahora macizado con bloques de viviendas, situado en la trasera de ese edificio de la Gerencia de Urbanismo cuya techumbre se vino abajo el pasado mes de junio. Aquello entonces eran las cocheras de la EMT y he de reconocer que algunos de sus cristales perecieron por mi culpa y la de mis compañeros en el fragor del combate. Tampoco ello quiere decir que fuéramos unos salvajes. Algo brutos sí, pero en la contienda había juego limpio y respeto por el enemigo. Si uno de los rivales recibía un impacto fuerte en la cabeza o en un lugar delicado, la batalla se paraba de inmediato para comprobar el estado del herido. Además, apenas había broncas y los mismos que estaban circunstancialmente en bandos contrarios compartían pupitre o jugaban al fútbol en el mismo equipo. Así daba gusto ir a la guerra. En cambio, el colegio era terrible. Los curas te llenaban el cerebro de infiernos y de pecados, imponiendo su ley con una regla de cuadradillo que hacía crujir los cráneos rebeldes. Las pedradas nunca dolieron tanto como la humillante vara que blandían los de la sotana o esos tirones de orejas que despegaban el pabellón auditivo de la cabeza. Ahora, según me cuentan, las cosas han cambiado mucho en los colegios, tanto que las agresiones se producen a la inversa, es decir, que son los chicos los que zurran a los profesores. Durante el curso pasado se han producido 18 episodios de esa naturaleza en los institutos de la Comunidad de Madrid, tres veces más que en el ejercicio anterior. Son incidentes que suelen ir acompañados de destrozos de material y burradas diversas. Cuando este tipo de sucesos van a más es evidente que algo falla en el sistema educativo. Los directores de instituto piensan que la normativa resulta excesivamente garantista con el estudiante y que la capacidad sancionadora de los consejos escolares es mínima. No hay duda de que castigar a un alumno con cinco días de expulsión por pegar a una profesora y enviarla mes y medio al hospital es grotesco. A pesar de ello, incrementando sólo las sanciones no resolveríamos tampoco el problema de fondo. La Administración ha de dotar de los medios necesarios a los docentes que operan en los ámbitos escolares más conflictivos y éstos comprometerse con su labor formativa. Hay muchos chicos difíciles pero muy pocos imposibles, y para los enseñantes vocacionales, pocos retos pueden resultar mas estimulantes que el sacar adelante a un chaval que por su personalidad o circunstancias tiene todas las posibilidades de malograrse. La educación es la inversión con más futuro. La única que realmente puede convertirnos en reyes de la montaña.

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