Columna

Autobús

Esta es una historia de cuando los autobuses se llamaban coches de línea. Quizá ahora también se identifiquen así, pero no es lo mismo. En esos cachivaches nos desplazábamos a los diez o doce años y no eran, por supuesto, dignos y rituales vehículos metropolitanos, sino cacharros desahuciados que nos llevaban, desde los pueblos costeros, hasta un destino doméstico y mítico a la vez: 'el mar'. Uno trepaba en la plaza para un trayecto de dos o tres kilómetros y tropezaba con la perspectiva de un periplo imprevisible y temblón. A veces ibas prácticamente solo y te parecía un privilegio ser...

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Esta es una historia de cuando los autobuses se llamaban coches de línea. Quizá ahora también se identifiquen así, pero no es lo mismo. En esos cachivaches nos desplazábamos a los diez o doce años y no eran, por supuesto, dignos y rituales vehículos metropolitanos, sino cacharros desahuciados que nos llevaban, desde los pueblos costeros, hasta un destino doméstico y mítico a la vez: 'el mar'. Uno trepaba en la plaza para un trayecto de dos o tres kilómetros y tropezaba con la perspectiva de un periplo imprevisible y temblón. A veces ibas prácticamente solo y te parecía un privilegio ser transportado a extraños impulsos telúricos o magmáticos. Otro día era mercado y subían matronas audaces acarreando berenjenas y melones.

Aquellos viejos buques a sólo dos cuños del desguace invitaban a recostarse en la incomodidad del asiento y ponerse a soñar. El conductor era un emperador gruñón y podía detener su inmensa máquina en el punto que considerara más conveniente, fueran o no paradas oficiales. Eso convertía cada trayecto en una aventura. Al fondo, a la derecha, un tipo silencioso vendía los billetes, ordenados por colores en una pequeña caja, sobre una mesa al lado de la puerta trasera. Ese hombre es manco en mi recuerdo, quizá de alguna poco probable categoría de excombatientes o puede que simplemente mutilado en las batallas de la vida.

Resollando y siempre con la amenaza de asistir al privilegio de su último viaje, nuestro autobús trazaba la línea más larga posible entre su procedencia y una meta incierta y mediterránea. Era el momento de sacar el Salgari y ponerse a devorar las aventuras del Corsario Negro, incluyendo aquellas prolijas descripciones naturalistas que cualquiera en su sano juicio se saltaba sin dudar. En la última parada, cuando las puertas se abrían con su cadencia hidráulica terminada en un característico recogimiento violento, volvías a tierra con la sensación de haber experimentado un curioso rito de paso. En un contexto así, no creo que Jonás hubiera extrañado para nada a su ballena.

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